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Un encuentro perturbador y... la alargada sombra tóxica de Alcohólicos Anónimos


Tras mi cita médica el lunes de la última semana que describí en mi anterior entrada, fui a un pequeño supermercado. (Originalmente pensaba ir a otro, pero, como ése me pillaba más cerca, opté por él.) Sentado en un murete cerca de la puerta, había lo que vulgarmente llamaríamos un “borracho” y, al acercarme, me di cuenta de que era un compañero de AA.

Me causó un impacto brutal y casi se me saltaron las lágrimas. Pese a que sabía que sus condiciones vitales eran muy duras (vivía en una furgoneta y antes había estado en un “centro de acogida” [no sé exactamente de qué tipo]), siempre lo había visto aseado, afeitado, bien vestido... y el contraste con su aspecto actual fue demoledor. Él me reconoció y, tras preguntarle qué le había pasado (“He vuelto a beber”, me contestó al borde del llanto), me senté a su lado y me pasé más de media hora hablando con él, mientras la gente que pasaba por allí nos miraba con una mezcla de asco y sorpresa, preguntándose, supongo, qué hacía una “mujer normal” hablando con un “borracho”. Intenté animarlo a volver a AA, le anoté mi teléfono en un trozo de papel, le insistí en que me llamara “cuando estés sobrio, y arregladito y bien vestido como yo te conocí” (no tanto para avergonzarlo como para ver si conseguía hacerlo reaccionar recordándole un “yo mejor” anterior) y me ofrecí incluso a acompañarlo a una reunión... Al mismo tiempo, sin embargo, me sentía abrumada e impotente, porque mi proceso de recuperación es todavía muy reciente y mi experiencia con este tipo de situaciones nula.

Al principio él conservaba cierta lucidez. Le expliqué por qué había dejado de asistir a las reuniones (por el “rollo religioso”) y me preguntó, casi en un susurro, si era atea. Le dije que sí (yo pensaba que todo el mundo allí lo sabía) y me confesó que él también lo era. Recordaba mi trabajo y se sorprendía aún de que yo pudiera trabajar en mi época alcohólica. Mencionó también a varios escritores y científicos. (Recuerdo que una vez me comentó que se pasaba los días en una biblioteca, leyendo, navegando por Internet y viendo películas.) Es decir, una conversación casi “normal”. Pero luego se alteró y empezó a repetir que yo le atraía (algo que nunca percibí cuando estaba sobrio). Me sentía cada vez más incómoda e incluso asqueada por el mal olor.

Cuando estaba a punto de entrar al supermercado, me dijo que iba a comprar otro tetrabrik de vino (tenía ya dos o tres vacíos en una bolsa plástica). Intenté disuadirlo con el argumento de que podría verme tentada si lo veía (aunque lo menos que me apetecía en esos momentos era beber), pero entró detrás de mí. Mientras yo hacía la compra, le mencionaba repetidamente mi nombre a uno de los empleados, que me conoce, y éste se acercó para comentármelo. Le dije, como después también al otro empleado, que yo lo conocía de “cuando no estaba así”, que era un buen tipo y que había tenido una recaída. Me miraron con tristeza.

Cuando salí, ya se había bebido casi todo el tetrabrik y seguía hablando de su atracción por mí. Me despedí insistiéndole de nuevo en que me llamase, pero se acercó hasta mi coche y siguió hablando conmigo a través de la ventanilla, en medio de la calzada, hasta que finalmente logré “escapar”.

Llegué a casa en estado de shock, sintiendo un profundo asco (llegué a pensar que se me había contagiado el hedor y olisqueé minuciosamente mi ropa y mi cuerpo), una profunda pena y una profunda culpa por no haber sabido cómo ayudarlo. Pensé en contarlo en uno de los grupos de Facebook, pero no sabía cómo transmitir la experiencia sin ofender a nadie que pudiera haber estado en esa situación y sin que mi relato pudiera interpretarse como “jactancia” por haber intentado ayudar. (Si algo me repateaba en AA eran las personas que se jactaban de que dedicaban su vida al “servicio a los demás”.) Sólo le puse un audio de Whatsapp a mi amigo “ex-alcohólico” de fuera, con quien no había tenido más contacto desde que le hablé de los grupos laicos, contándole lo sucedido.

Pero seguía (y seguí todavía durante una semana) sin poder quitarme esa imagen de la cabeza y contrastándola con la de antes... Su aspecto, pero sobre todo su mirada, en la que se leía un enorme sufrimiento e incluso un puntito de “locura”, como antes yo sólo había visto esporádicamente en mi madre en su última época (padecía una forma de demencia). A la mañana siguiente, le puse un largo audio de Whatsapp a una amiga del extranjero que trabaja como profesional de salud pública con jóvenes sin techo y/o adict@s, contándole todo lo que he expuesto aquí y pidiéndole su opinión y consejo sobre qué hacer si en algún momento me llamaba. Poco después, decidí llamar también a la compañera de aquí que me había acompañado el primer día, en parte por si en AA hacían algún tipo de intervención de rescate en casos graves como éste y en parte porque necesitaba hablar con alguien que lo conociese. Mi último intercambio de mensajes con ella, durante la semana de la “borrachera seca”, había sido para reprocharle el fanatismo de AA. Yo seguía molesta porque nunca me ayudó a contactar con otr@s ate@s, pero no era de las más fanáticas y siempre fue amable conmigo.

Su primera reacción cuando le dije que había visto a un compañero recaído fue: “Eso es lo que pasa cuando la gente deja de asistir a las reuniones, porque ésta es una enfermedad incurable”. Obviamente el comentario iba dirigido a mí, puesto que ni ella ni yo sabemos si este compañero dejó de ir a las reuniones y luego recayó, o si recayó – quién sabe si el día después de una reunión – y por eso no volvió. Me vi en la necesidad de explicarle que yo seguía sobria, que asistía a reuniones laicas online y participaba en los grupos laicos de Facebook. Cuando le dije quién era el compañero (quise hacerlo porque sé que ella correrá la voz y tal vez así haya una remota posibilidad de que alguien con más experiencia intente ayudarlo), cambió de actitud. Reconoció que lo tiene muy difícil, porque no tiene ni casa, ni empleo, ni dinero, ni familia. Tal como sospechaba, me dijo que en AA no “rescatan” a nadie, sino que era él quien tenía que acercarse en un momento de lucidez (inclusive si iba bebido). Añadió que, si me llamaba y yo no me veía con fuerzas para verlo o acompañarlo, podía darle su teléfono, y que globalmente yo había actuado “bien” al no volverle la espalda, al animarlo a volver a AA y al ofrecerle mi teléfono.

Por la tarde me escribió mi amiga del extranjero diciendo más o menos lo mismo, con lo cual se me quitó un poco el sentimiento de culpa, sobre todo porque su opinión es clínica y no de una persona lega en la materia, como la de la compañera de aquí. Me dijo también que, cuando alguna persona joven acude a su clínica bajo los efectos del alcohol o las drogas, se le pide que regrese cuando esté sobria y sólo intervienen cuando perciben un riesgo inminente para su integridad física.

Al día siguiente, sin embargo, me volvió a embargar la responsabilidad. Por otra casualidad (aparte de la de haber ido ese día a *ese* supermercado), un conocido que está al tanto de mi proceso me preguntó por AA. Le contesté que no había vuelto más y luego se me ocurrió (¡pésima idea!) contarle lo del compañero recaído. Pues bien, resulta que él vive por esa zona y sabía a quién me refería. Tenía la furgoneta aparcada delante de su casa, aunque no dormía allí sino posiblemente en un parque adyacente, y una mañana abordó a su hija muy alterado y ella se asustó. Me dijo que pensaba llamar a la policía para que retirase la furgoneta y que, si podía, lo avisase.

De camino a mi casa me sentí abrumada por la responsabilidad de hacer “algo”. Pero me di cuenta de que no quería/podía hacerlo y me autodí varias justificaciones: 1) Ir a verlo expresamente al supermercado (suponiendo que aún estuviera allí) podía provocarme un impacto más nocivo para mi sobriedad que el del primer encuentro casual; 2) De nada serviría avisarle de que iban a retirarle la furgoneta, puesto que no estaría en condiciones de conducirla; 3) Saberlo podía provocar que se pusiera violento, si no conmigo, sí con l@s vecin@s de la zona; y 4) Quizás la pérdida (temporal) de la furgoneta fuera la sacudida que necesitaba para salir del hoyo. Le puse otro audio a mi amiga del extranjero pidiéndole nuevamente su opinión. Me contestó enseguida asegurándome que mis razones eran todas muy sensatas, y no meras “autoexcusas”, y que yo ya había hecho por él todo lo que había podido.

Esa tarde me contestó por fin mi amigo de fuera, muy escuetamente. Dijo tan sólo que básicamente “obré bien” y que estas situaciones son muy duras para nosotr@s l@s alcohólic@s porque son como un “espejo” inquietante, aunque no reflejen exactamente nuestra situación del pasado. De su brevedad deduje que sigue molesto conmigo por el sólo hecho de haber abandonado su venerado AA, puesto que con él nunca me enfadé, sino que siempre antepuse – expresamente – mi agradecimiento por su ayuda a mis quejas contra AA.

De toda esa experiencia me quedaron dos cosas: una mezcla de horror y miedo, y una renovada rabia contra AA.

Horror por la situación del compañero y por ver como nunca antes, y de tan cerca, los trágicos efectos del alcohol. Mi padre, como he mencionado, era alcohólico, pero, hasta donde recuerdo, siempre volvía a casa a comer y a cenar (y ni siquiera llegaba muy tarde, porque tenía muy poca tolerancia y enseguida se emborrachaba), y nunca dejó de asearse ni de cumplir con sus obligaciones. También he visto a menudo “borrachos” en la calle, pero confieso, con cierta vergüenza, que nunca les presté demasiada atención; al fin y al cabo, no tenían nada que ver conmigo... ni siquiera con mi alcoholismo cuando por fin asumí que yo lo padecía. En este caso, sin embargo, se trataba de alguien hasta cierto punto cercano a quien conocí en circunstancias muy distintas.

Y miedo porque, si bien no me veo a mí misma potencialmente en esa situación – yo nunca llegué a esos niveles de consumo, nunca dejé de asearme, nunca dejé de trabajar, etc. –, esa imagen me retrotrajo a mi época de alcohólica activa y fue un potente recordatorio de lo fácil que es recaer y perder todos los logros alcanzados durante el proceso de recuperación.

Y también rabia contra AA. Primero por las reacciones de la compañera y de mi amigo de fuera, que sutilmente me estaban reprochando mi abandono de AA y amenazándome con el “infierno” de la recaída. Pero sobre todo porque, al pensar en este hombre, me pregunté cómo puede ayudar una organización como AA a alguien que no tiene más incentivo para mantenerse sobrio que sentirse físicamente mejor y quizás con renovada autoestima ante su nuevo aspecto, cuando lo único que propone es entregarse a un “Poder Superior” (en el que esta persona en concreto no cree) y seguir una serie de pasos simplistas y autoflagelatorios, y lo único que ofrece es apoyo y calidez, pero condicionados a que se sigan al pie de la letra sus indicaciones. Y repite hasta la saciedad que un@ es impotente ante el alcohol, con lo cual vuelve las recaídas prácticamente inevitables (“profecías autocumplidas”).

Las otras personas de AA de cuyas vidas llegué a saber algo tenían todas familia, un empleo o una jubilación, vínculos de amistad, etc., de ahí que tuvieran una mayor motivación intrínseca (no perder a sus parejas, a sus hij@s o niet@s, su trabajo, etc.), independientemente de la verdadera efectividad del programa de AA. Yo misma, aunque no tengo familia ni pareja, tengo empleo (ahora mismo entre paréntesis por cuestiones de salud física y psicológica), amig@s (aunque poc@s) aquí y fuera, proyectos intelectuales y la capacidad de disfrutar de algunos pequeños placeres que recuperé al dejar de beber. Y, aun así, AA no me sirvió para nada. He dicho en otro lugar que el primer mes me mantuve sobria gracias a AA, pero a partir del siguiente lo hice pese a AA. Y ahora llego incluso a preguntarme si quizás no fue más bien contraproducente acudir de entrada allí; si, de no haberlo hecho, estaría ahora agarrotada por esta horrible parálisis, de la que hablé en mi anterior entrada, por el miedo cerval a recaer en cualquier momento. Algo que por supuesto nunca tendrá respuesta...

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