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A vueltas con la toxicidad de Alcohólicos Anónimos: También en los grupos laicos


Apenas una hora después de colgar mi última entrada en el blog tuve mi primer encontronazo serio en uno de los grupos laicos de Facebook y volví a sentirme como cuando asistía a las reuniones presenciales de mi ciudad, insultada y “amenazada” en mi sobriedad.

La cuestión no era ya el “Poder Superior” de mis antiguas reuniones, sino los doce pasos – que en mi anterior entrada describí como “absurdos” y ahora describiría más bien como “tóxicos” –, los cuales much@s miembr@s siguen al pie de la letra como si de las Tablas de la Ley se tratase. Yo era ya consciente de que dentro de AA existen no sólo fanátic@s religios@s, sino también fanátic@s de los doce pasos y de la propia organización, y de que cuestionar cualquiera de ellos constituye una blasfemia punible con el infierno (de la recaída). De hecho, como ya mencioné, mi amigo “ex-alcohólico” de fuera ha roto el contacto conmigo sólo porque yo no llegué a venerar a AA como lo hace él, lo cual indica el nivel de fanatismo que impone: elegir la Secta por encima de una amistad de más de quince años (es decir, a partir de ahora debería referirme a él como mi ex-amigo ex-alcohólico). Cuando hace un par de meses le “confesé” que había dejado de asistir a las reuniones a cuenta de los intentos de lavado de cerebro con el “Poder Superior”, su respuesta fue: “Pero convendrás conmigo en que AA funciona como un Poder Superior, puesto que el todo es mayor que la suma de las partes”, algo que a mí me suena igual de etéreo que, por decir algo, el sexo de los ángeles.

Sin embargo, como también he mencionado, en los grupos laicos conviven personas con acercamientos muy distintos a AA: hay quienes han seguido a pies juntillas los pasos y quienes pasan de ellos; quienes han tenido o tienen padrino o madrina, y quienes nunca l@s han tenido; quienes han leído minuciosamente el Libro Grande (la “Biblia” del alcoholismo escrita por uno de los fundadores a finales de los años 30 del siglo pasado) y quienes no; y divers@s participantes me han recomendado lecturas y conferencias mucho más “racionales” y científicas. Pero hasta ese día no había visto una manifestación de fanatismo tan fuerte... y tan tóxica para mí. Resumiendo muy mucho: Cuando cuestioné la utilidad de los doce pasos, el mencionado participante del grupo me acusó de “ser una de las personas más negativas que he conocido en mi vida”, lo que en el contexto de AA se traduce como: “Y eso te hará recaer”.

Tras acumular mucha rabia a lo largo del día, y contemplar incluso dejar los grupos y las reuniones online, al día siguiente decidí confrontar al susodicho, algo que nunca me atreví a hacer en las reuniones presenciales (sólo semanas después de dejar de asistir, les expresé mi decepción y mi rabia al Padrino y a la compañera del primer día). Escribí un largo post, que colgué en los tres grupos (en los otros dos sin mencionar nombres), donde lo acusaba, con mucha vehemencia, de intentar minar mi proceso de recuperación, y anunciaba que lo iba a bloquear.

Éste es el texto traducido:


“‘DESDE LUEGO que necesitas algo de positividad. He conocido a poca gente que carezca más de ella’”. Ésta fue tu respuesta a mi opinión personal (dije explícitamente que, ‘personalmente, el programa tal cual es me parece completamente inútil’) a propósito de los 12 pasos. ¿¿¿Acaso me conoces más allá de lo que escribo aquí como para concluir que soy una de las personas más negativas que has conocido en la vida??? ¿¿¿Y qué te hace pensar que estoy llena de negatividad??? ¿¿¿Sólo el hecho de que no me sirven para nada los 12 pasos??? ¿¿¿Sólo el hecho de que hablo a menudo del daño que me infligió AA??? Y es el mismo daño que intentaste infligirme tú: insultándome, socavándome, intentando minar mi autoestima... ¿¿¿Con qué fin??? ¿¿¿Que me sintiera una mierda y me emborrachara??? ¿¿¿Para poder decir/pensar/convencerte de que ‘Si hubieras seguido los 12 pasos, no habrías recaído’??? (Del mismo modo que mis antigu@s compañer@s del AA convencional intentaban hacerme recaer para poder atribuirlo a mi ateísmo.) Me encantaban estos grupos laicos de FB, porque en ellos hay consenso respecto a la falta de creencias religiosas y diversidad de opiniones sobre otros aspectos de AA y del proceso de recuperación... Pero veo ahora que aquí también hay fanátic@s. Yo me fui de AA por culpa de gente como tú... Y te voy a bloquear porque no quiero volver a leer tus feos comentarios. Porque si algo no necesito en este punto de mi proceso de recuperación son amenazas y el socavamiento de todo lo que he logrado en los últimos casi cinco meses. Y lo he hecho todo sin un dios y sin tus 12 pasos y sin flagelarme sobre mis horribles defectos morales."

Me alegré de haber soltado todo esto, pero seguí con un miedo difuso todo el día, hasta el punto de considerar no volver a mirar el Facebook en unos días (por temor a recibir nuevos insultos y amenazas) ni asistir a ninguna reunión online el fin de semana. Sin embargo, a la mañana siguiente me lancé. Lo primero que leí fueron dos mensajes privados de apoyo de send@s participantes de las reuniones del fin de semana. Y entonces me atreví a leer lo demás, que, a excepción de dos o tres amenazas no tan veladas de que mi hostilidad hacia AA me haría recaer, estaban en la misma línea cariñosa.

Al día siguiente, uno de l@s participantes habituales de las reuniones online colgó un post cuestionando la utilidad de los doce pasos y planteando que resulta mucho más razonable el acercamiento de la terapia cognitivo-conductual (TCC), que es el que promueve SMART Recovery (hablaré más de él en alguna futura entrada). La reunión de esa tarde se dedicó también al tema y descubrí que prácticamente ningun@ de l@s presentes (cerca de 15 personas) había encontrado ninguna utilidad en los pasos. Fue una reunión muy enriquecedora, que me reconcilió con los grupos laicos.

Antes, ya les había comunicado a los moderadores de las dos páginas web para las que había empezado a traducir material que no seguiría haciéndolo. Que mi motivación original había sido hacer accesible para l@s hispanohablantes material que cuestionase la premisa básica de AA (la creencia en un dios), que fue la que más me perturbó cuando asistía a las reuniones presenciales, para que supieran que se podía seguir sobri@ Y seguir siendo ate@. Pero que había empezado a descubrir las otras manifestaciones de fanatismo (es decir, el no religioso), así como el profundo daño que algunas de las demás falacias de AA me infligieron. Y que sencillamente no quería animar a nadie a acercarse a ninguna versión de AA, laica o no.

Confieso que me sentí un poco mal por desdecirme de mi compromiso, sobre todo porque el trabajo de estas personas me parece encomiable, incluso admirable. Al fin y al cabo, los impulsores (uso el masculino porque los dos que conozco son hombres) son veteranos que en su momento "sobrevivieron" al AA tradicional y, al abrir la puerta al laicismo, han facilitado que mucha gente vaya más allá de todo lo que representa AA (y no sólo lo relacionado con el "Poder Superior") y explorar alternativas más útiles y menos perniciosas. Y aunque algunos de estos veteranos no concuerden prácticamente con ninguno de los dictámenes de AA, entiendo que sería casi imposible montar una organización con similar propósito (el que falsamente proclama el Preámbulo de AA de "compartir las experiencias, la fortaleza y la esperanza") y con similar alcance y presencia a nivel mundial fuera del paraguas de AA, que tiene ya una infraestructura desarrollada a lo largo de más de ochenta años.

También ese día un miembro del grupo me recomendó, por mensaje privado, un grupo cerrado pero no secreto de Facebook llamado "Leaving AA or Any Other Twelve-Step Organisation" ["Salir de AA o de cualquier otra organización basada en los doce pasos"]. Me uní al grupo y, una vez aceptada, conté mi experiencia en AA y que el daño infligido se manifestaba ahora sobre todo en el miedo, en gran medida supersticioso, que me habían inoculado. Recibí numerosos comentarios de apoyo y me llamaron especialmente la atención los que decían que seguramente tendré éxito en mi proyecto de sobriedad, puesto que tuve la valentía y la lucidez para dejar AA en sólo dos meses, cuando hay quien tarda incluso décadas en reconocer su toxicidad y empezar a desprogramarse.

Por todo esto, y pese al gran valor y apoyo que para mí suponen los grupos de Facebook y las reuniones, no quiero recordar nada de lo que me metieron en la cabeza en AA. Cuando leo "pasos" en tono positivo en Facebook, simplemente hago caso omiso. Ahora me volcaré en este blog y, cuando acabe de desmontar todos los componentes lesivos de la secta de AA, empezaré a divulgar las teorías científicas sobre el alcoholismo y la adicción en general que he descubierto tras mi paso por AA. Y, si logro alcanzar un año de sobriedad, me gustaría convertirlo en libro, en parte para dar testimonio de mi proceso de recuperación desde la perspectiva de una persona alcohólica relativamente "funcional" (gran parte de lo que se lee en los libros sobre adicción son casos extremos, de personas que han acabado en la calle, como el antiguo compañero al que me encontré hace un mes, o en prisión), lo que tal vez pueda ser útil para quienes se inicien en el proceso; contribuir a desenmascarar a AA; y
transmitir esperanza y empoderamiento sobre la base de "programas" racionales de base científica.


¿Ayuda, placebo u obstáculo?: Balance de mi paso por Alcohólicos Anónimos

En mi última entrada, tras el encuentro con el compañero recaído y mi continuada sensación de “parálisis por análisis”, me preguntaba si quizás mi paso por AA no resultó ser más contraproducente que otra cosa, para concluir que era imposible responder la pregunta. Sin embargo, seguí dándole vueltas unos días, porque empezaba a autoflagelarme por haber tomado la (quizás errónea) decisión de acudir a AA y ello podía suponer un obstáculo añadido a mi recuperación.

Existen por supuesto aspectos positivos. Es muy probable que, de no ser por AA, no hubiera iniciado mi proceso de recuperación. De entrada, fue mi amigo “ex-alcohólico” de fuera quien primero me ayudó a reconocer que me había vuelto alcohólica. Ni mis amig@s no-alcohólic@s de aquí, ni el psicólogo al que había estado yendo durante un año (aunque cada vez más esporádicamente), prestaban atención cuando les decía que estaba “bebiendo en exceso”, supongo que porque nunca me vieron “borracha” y yo no daba el perfil de la persona alcohólica estereotípica. En cambio, este amigo entendió perfectamente a qué me refería cuando por fin se lo confesé y poco a poco me hizo confrontar el hecho de que debía dejar de beber por completo y no sólo eliminar el que yo consideraba “consumo superfluo”, puesto que para entonces esto último ya no era posible.

Y cuando por fin, tras tres meses de autonegación, asumí finalmente que no podía seguir así, fue la perspectiva de ir a AA “la semana que viene” lo que me ayudó. Mi primer día de abstinencia, como ya relaté en este blog, no fue planificado. Sin embargo, al día siguiente me levanté aterrada, pensando que sería incapaz de repetir la proeza y sólo logré hacerlo (o eso me pareció) gracias a la compañera con la que hablé por la mañana y que sabía que me acompañaría a una reunión por la tarde.

Pero ahora encuentro muchos más aspectos negativos. Muy pronto me perturbaron ciertos dictámenes de AA – aparte, por supuesto, de los intentos de lavado de cerebro religioso, de los que he hablado ya ampliamente –: el carácter “incurable” de la “enfermedad”; la idea de que somos “impotentes” ante el alcohol; la amenaza de que dejar de asistir a las reuniones conduce automáticamente a la recaída y el énfasis en los “defectos morales”. Así como también sus carencias: el absoluto silencio en torno al dolor (que posiblemente contribuya más al alcoholismo que cualquier “falla de carácter”) y la ausencia absoluta de herramientas para atajar los impulsos de beber (más allá del rezo bajo una forma u otra, o los que siempre me parecieron unos absurdos doce pasos).

Conforme pasaba el tiempo, más paralizada me veía por el miedo. Era como si hubiese reemplazado la “energía” que antes dedicaba al alcohol (planificar mis días en torno a las sucesivas cervezas, vinos y chupitos; dilucidar modos de reducir el consumo; regodearme en la depresión y la autoconmiseración) con la obsesión por evitar exponerme a cualquier potencial detonante y el temor a que hacer cosas desagradables, estresantes o simplemente “nuevas” me provocara deseos de beber o, peor aún, una recaída. Seguía, además, dedicando demasiada atención al daño que me causaron después del primer mes: las reuniones de las que salía cabreada y/o asustada, la decepción por que en última instancia no fuera el grupo de apoyo que pretendía ser y el miedo, sobre todo el miedo, que me inocularon.

Al mismo tiempo, sin embargo, de no haber sido por esos aspectos nocivos de AA, tal vez no me habría puesto a investigar alternativas y no habría encontrado los grupos laicos de AA, donde no sólo recibo apoyo por parte de personas afines (y diversas en su acercamiento a AA), sino también motivos de reflexión, ni las lecturas o conferencias que algun@s de l@s participantes me han recomendado y que abordan el alcoholismo desde perspectivas muy distintas y mucho más esperanzadoras (la terapia cognitiva-conductual que ofrece SMART Recovery o la teoría de que la adicción no es una enfermedad incurable, sino un trastorno controlable).

Claro que también es posible que, de no contar inicialmente con la opción de AA, yo sola habría encontrado estos recursos. Pero sencillamente, no los conocía... Sencillamente, mi único referente contra el alcoholismo, tal como lo vemos en innumerables películas y tal como planteaba mi amigo “ex-alcohólico”, era AA. Porque, en efecto, al menos en mi ciudad, es el único referente disponible, como pude constatar al probar la única, e hiperburocratizada, otra opción rehabilitadora, cuyo elemento “siniestro” me llevó a mi peor Crisis “desde”.

Analizado con más frialdad, concluyo ahora que lo que verdaderamente me ayudó al principio fue
mi propia decisión de dejar de beber y el hecho de que creía que AA me ayudaría en esa empresa. Algo así como un efecto placebo. (Lo mismo, por cierto, me ha sucedido cada vez que he decidido hacer psicoterapia: en ningún caso ha sido el o la psicoterapeuta quien me ha ayudado [el balance en estos casos ha sido básicamente cero], sino la decisión de hacer algo para salir de los sucesivos hoyos en los que me he encontrado a lo largo de mi vida.) Sobre todo por el hecho de conocer a otra gente que ha conseguido mantenerse sobria (“Si ell@s lo han conseguido, yo también podré”). Porque, aunque según diversas investigaciones el índice de éxito de AA no supera – y eso siendo optimistas – el 5%, es donde único se puede conocer a un colectivo exitoso.

Resumiendo: ayuda-placebo al principio, pero un enorme obstáculo para continuar con el proceso.

O resumiendo de otro modo... ¿Le recomendaría AA a una persona en la situación en la que yo estaba hace cuatro meses y medio? Sí, pero con muchas reservas... Es decir, sí durante –  digamos – el primer mes, por lo que supone de red de seguridad, pero dejándole claro todo aquello a lo que deberá hacer oídos sordos: la idea distorsionada de lo que es el alcoholismo, el miedo casi “ingobernable” (dándole la vuelta al primer paso) que inocula, las incitaciones a la autoflagelación perpetua y las amenazas fanático-religiosas.

Un encuentro perturbador y... la alargada sombra tóxica de Alcohólicos Anónimos


Tras mi cita médica el lunes de la última semana que describí en mi anterior entrada, fui a un pequeño supermercado. (Originalmente pensaba ir a otro, pero, como ése me pillaba más cerca, opté por él.) Sentado en un murete cerca de la puerta, había lo que vulgarmente llamaríamos un “borracho” y, al acercarme, me di cuenta de que era un compañero de AA.

Me causó un impacto brutal y casi se me saltaron las lágrimas. Pese a que sabía que sus condiciones vitales eran muy duras (vivía en una furgoneta y antes había estado en un “centro de acogida” [no sé exactamente de qué tipo]), siempre lo había visto aseado, afeitado, bien vestido... y el contraste con su aspecto actual fue demoledor. Él me reconoció y, tras preguntarle qué le había pasado (“He vuelto a beber”, me contestó al borde del llanto), me senté a su lado y me pasé más de media hora hablando con él, mientras la gente que pasaba por allí nos miraba con una mezcla de asco y sorpresa, preguntándose, supongo, qué hacía una “mujer normal” hablando con un “borracho”. Intenté animarlo a volver a AA, le anoté mi teléfono en un trozo de papel, le insistí en que me llamara “cuando estés sobrio, y arregladito y bien vestido como yo te conocí” (no tanto para avergonzarlo como para ver si conseguía hacerlo reaccionar recordándole un “yo mejor” anterior) y me ofrecí incluso a acompañarlo a una reunión... Al mismo tiempo, sin embargo, me sentía abrumada e impotente, porque mi proceso de recuperación es todavía muy reciente y mi experiencia con este tipo de situaciones nula.

Al principio él conservaba cierta lucidez. Le expliqué por qué había dejado de asistir a las reuniones (por el “rollo religioso”) y me preguntó, casi en un susurro, si era atea. Le dije que sí (yo pensaba que todo el mundo allí lo sabía) y me confesó que él también lo era. Recordaba mi trabajo y se sorprendía aún de que yo pudiera trabajar en mi época alcohólica. Mencionó también a varios escritores y científicos. (Recuerdo que una vez me comentó que se pasaba los días en una biblioteca, leyendo, navegando por Internet y viendo películas.) Es decir, una conversación casi “normal”. Pero luego se alteró y empezó a repetir que yo le atraía (algo que nunca percibí cuando estaba sobrio). Me sentía cada vez más incómoda e incluso asqueada por el mal olor.

Cuando estaba a punto de entrar al supermercado, me dijo que iba a comprar otro tetrabrik de vino (tenía ya dos o tres vacíos en una bolsa plástica). Intenté disuadirlo con el argumento de que podría verme tentada si lo veía (aunque lo menos que me apetecía en esos momentos era beber), pero entró detrás de mí. Mientras yo hacía la compra, le mencionaba repetidamente mi nombre a uno de los empleados, que me conoce, y éste se acercó para comentármelo. Le dije, como después también al otro empleado, que yo lo conocía de “cuando no estaba así”, que era un buen tipo y que había tenido una recaída. Me miraron con tristeza.

Cuando salí, ya se había bebido casi todo el tetrabrik y seguía hablando de su atracción por mí. Me despedí insistiéndole de nuevo en que me llamase, pero se acercó hasta mi coche y siguió hablando conmigo a través de la ventanilla, en medio de la calzada, hasta que finalmente logré “escapar”.

Llegué a casa en estado de shock, sintiendo un profundo asco (llegué a pensar que se me había contagiado el hedor y olisqueé minuciosamente mi ropa y mi cuerpo), una profunda pena y una profunda culpa por no haber sabido cómo ayudarlo. Pensé en contarlo en uno de los grupos de Facebook, pero no sabía cómo transmitir la experiencia sin ofender a nadie que pudiera haber estado en esa situación y sin que mi relato pudiera interpretarse como “jactancia” por haber intentado ayudar. (Si algo me repateaba en AA eran las personas que se jactaban de que dedicaban su vida al “servicio a los demás”.) Sólo le puse un audio de Whatsapp a mi amigo “ex-alcohólico” de fuera, con quien no había tenido más contacto desde que le hablé de los grupos laicos, contándole lo sucedido.

Pero seguía (y seguí todavía durante una semana) sin poder quitarme esa imagen de la cabeza y contrastándola con la de antes... Su aspecto, pero sobre todo su mirada, en la que se leía un enorme sufrimiento e incluso un puntito de “locura”, como antes yo sólo había visto esporádicamente en mi madre en su última época (padecía una forma de demencia). A la mañana siguiente, le puse un largo audio de Whatsapp a una amiga del extranjero que trabaja como profesional de salud pública con jóvenes sin techo y/o adict@s, contándole todo lo que he expuesto aquí y pidiéndole su opinión y consejo sobre qué hacer si en algún momento me llamaba. Poco después, decidí llamar también a la compañera de aquí que me había acompañado el primer día, en parte por si en AA hacían algún tipo de intervención de rescate en casos graves como éste y en parte porque necesitaba hablar con alguien que lo conociese. Mi último intercambio de mensajes con ella, durante la semana de la “borrachera seca”, había sido para reprocharle el fanatismo de AA. Yo seguía molesta porque nunca me ayudó a contactar con otr@s ate@s, pero no era de las más fanáticas y siempre fue amable conmigo.

Su primera reacción cuando le dije que había visto a un compañero recaído fue: “Eso es lo que pasa cuando la gente deja de asistir a las reuniones, porque ésta es una enfermedad incurable”. Obviamente el comentario iba dirigido a mí, puesto que ni ella ni yo sabemos si este compañero dejó de ir a las reuniones y luego recayó, o si recayó – quién sabe si el día después de una reunión – y por eso no volvió. Me vi en la necesidad de explicarle que yo seguía sobria, que asistía a reuniones laicas online y participaba en los grupos laicos de Facebook. Cuando le dije quién era el compañero (quise hacerlo porque sé que ella correrá la voz y tal vez así haya una remota posibilidad de que alguien con más experiencia intente ayudarlo), cambió de actitud. Reconoció que lo tiene muy difícil, porque no tiene ni casa, ni empleo, ni dinero, ni familia. Tal como sospechaba, me dijo que en AA no “rescatan” a nadie, sino que era él quien tenía que acercarse en un momento de lucidez (inclusive si iba bebido). Añadió que, si me llamaba y yo no me veía con fuerzas para verlo o acompañarlo, podía darle su teléfono, y que globalmente yo había actuado “bien” al no volverle la espalda, al animarlo a volver a AA y al ofrecerle mi teléfono.

Por la tarde me escribió mi amiga del extranjero diciendo más o menos lo mismo, con lo cual se me quitó un poco el sentimiento de culpa, sobre todo porque su opinión es clínica y no de una persona lega en la materia, como la de la compañera de aquí. Me dijo también que, cuando alguna persona joven acude a su clínica bajo los efectos del alcohol o las drogas, se le pide que regrese cuando esté sobria y sólo intervienen cuando perciben un riesgo inminente para su integridad física.

Al día siguiente, sin embargo, me volvió a embargar la responsabilidad. Por otra casualidad (aparte de la de haber ido ese día a *ese* supermercado), un conocido que está al tanto de mi proceso me preguntó por AA. Le contesté que no había vuelto más y luego se me ocurrió (¡pésima idea!) contarle lo del compañero recaído. Pues bien, resulta que él vive por esa zona y sabía a quién me refería. Tenía la furgoneta aparcada delante de su casa, aunque no dormía allí sino posiblemente en un parque adyacente, y una mañana abordó a su hija muy alterado y ella se asustó. Me dijo que pensaba llamar a la policía para que retirase la furgoneta y que, si podía, lo avisase.

De camino a mi casa me sentí abrumada por la responsabilidad de hacer “algo”. Pero me di cuenta de que no quería/podía hacerlo y me autodí varias justificaciones: 1) Ir a verlo expresamente al supermercado (suponiendo que aún estuviera allí) podía provocarme un impacto más nocivo para mi sobriedad que el del primer encuentro casual; 2) De nada serviría avisarle de que iban a retirarle la furgoneta, puesto que no estaría en condiciones de conducirla; 3) Saberlo podía provocar que se pusiera violento, si no conmigo, sí con l@s vecin@s de la zona; y 4) Quizás la pérdida (temporal) de la furgoneta fuera la sacudida que necesitaba para salir del hoyo. Le puse otro audio a mi amiga del extranjero pidiéndole nuevamente su opinión. Me contestó enseguida asegurándome que mis razones eran todas muy sensatas, y no meras “autoexcusas”, y que yo ya había hecho por él todo lo que había podido.

Esa tarde me contestó por fin mi amigo de fuera, muy escuetamente. Dijo tan sólo que básicamente “obré bien” y que estas situaciones son muy duras para nosotr@s l@s alcohólic@s porque son como un “espejo” inquietante, aunque no reflejen exactamente nuestra situación del pasado. De su brevedad deduje que sigue molesto conmigo por el sólo hecho de haber abandonado su venerado AA, puesto que con él nunca me enfadé, sino que siempre antepuse – expresamente – mi agradecimiento por su ayuda a mis quejas contra AA.

De toda esa experiencia me quedaron dos cosas: una mezcla de horror y miedo, y una renovada rabia contra AA.

Horror por la situación del compañero y por ver como nunca antes, y de tan cerca, los trágicos efectos del alcohol. Mi padre, como he mencionado, era alcohólico, pero, hasta donde recuerdo, siempre volvía a casa a comer y a cenar (y ni siquiera llegaba muy tarde, porque tenía muy poca tolerancia y enseguida se emborrachaba), y nunca dejó de asearse ni de cumplir con sus obligaciones. También he visto a menudo “borrachos” en la calle, pero confieso, con cierta vergüenza, que nunca les presté demasiada atención; al fin y al cabo, no tenían nada que ver conmigo... ni siquiera con mi alcoholismo cuando por fin asumí que yo lo padecía. En este caso, sin embargo, se trataba de alguien hasta cierto punto cercano a quien conocí en circunstancias muy distintas.

Y miedo porque, si bien no me veo a mí misma potencialmente en esa situación – yo nunca llegué a esos niveles de consumo, nunca dejé de asearme, nunca dejé de trabajar, etc. –, esa imagen me retrotrajo a mi época de alcohólica activa y fue un potente recordatorio de lo fácil que es recaer y perder todos los logros alcanzados durante el proceso de recuperación.

Y también rabia contra AA. Primero por las reacciones de la compañera y de mi amigo de fuera, que sutilmente me estaban reprochando mi abandono de AA y amenazándome con el “infierno” de la recaída. Pero sobre todo porque, al pensar en este hombre, me pregunté cómo puede ayudar una organización como AA a alguien que no tiene más incentivo para mantenerse sobrio que sentirse físicamente mejor y quizás con renovada autoestima ante su nuevo aspecto, cuando lo único que propone es entregarse a un “Poder Superior” (en el que esta persona en concreto no cree) y seguir una serie de pasos simplistas y autoflagelatorios, y lo único que ofrece es apoyo y calidez, pero condicionados a que se sigan al pie de la letra sus indicaciones. Y repite hasta la saciedad que un@ es impotente ante el alcohol, con lo cual vuelve las recaídas prácticamente inevitables (“profecías autocumplidas”).

Las otras personas de AA de cuyas vidas llegué a saber algo tenían todas familia, un empleo o una jubilación, vínculos de amistad, etc., de ahí que tuvieran una mayor motivación intrínseca (no perder a sus parejas, a sus hij@s o niet@s, su trabajo, etc.), independientemente de la verdadera efectividad del programa de AA. Yo misma, aunque no tengo familia ni pareja, tengo empleo (ahora mismo entre paréntesis por cuestiones de salud física y psicológica), amig@s (aunque poc@s) aquí y fuera, proyectos intelectuales y la capacidad de disfrutar de algunos pequeños placeres que recuperé al dejar de beber. Y, aun así, AA no me sirvió para nada. He dicho en otro lugar que el primer mes me mantuve sobria gracias a AA, pero a partir del siguiente lo hice pese a AA. Y ahora llego incluso a preguntarme si quizás no fue más bien contraproducente acudir de entrada allí; si, de no haberlo hecho, estaría ahora agarrotada por esta horrible parálisis, de la que hablé en mi anterior entrada, por el miedo cerval a recaer en cualquier momento. Algo que por supuesto nunca tendrá respuesta...

Entre la parálisis y la turbulencia: Crónica de tres semanas


En mi última entrada sobre el proceso de recuperación, “Crónica de una Crisis”, aludí a mi “borrachera seca” y cómo el hecho de haberla diagnosticado me sirvió para salir de cuatro días de honda crisis.

Desde entonces han pasado tres semanas y, aunque no he tenido más Crisis propiamente dichas (entendiendo como tales las ansias incontrolables de beber), sigo sin estar “bien” o, al menos, todo lo bien que estuve durante los dos primeros meses. Siento que mis progresos se han estancado o incluso que se ha producido una regresión, en parte debido a una excesiva conciencia de los peligros que aún me acechan. Algo similar a lo que en otros contextos se describe como “parálisis por análisis”.

Con cada una de las tres Crisis (los que yo llamo “casis”) he aprendido muchísimo sobre mis detonantes, en su mayoría relacionados con estreses y fobias, pero también, en la última, con el surgimiento de emociones difíciles de gestionar. Ese aprendizaje me ha servido para intentar evitar, en la medida de lo posible, dichos detonantes, pero también me ha generado un temor desmesurado a cualquier actividad o sentimiento que pueda convertirse en tal. Como consecuencia, llevo prácticamente tres semanas atrapada por el miedo, aprisionada en mi cabeza, de manera no muy distinta a mi época de alcohólica activa, aunque sin alcohol y sin la profunda depresión (la “borrachera seca”) de mi última Crisis.

La primera de estas tres semanas fue por fin la Semana S, aquélla en la que, si nada se torcía a última hora, se resolvería finalmente lo que he descrito aquí como el “Papeleo” importante. El día D sería el jueves y mi único propósito vital desde el lunes fue mantenerme tranquila hasta entonces. Evitar cualquier estrés interno de tal modo que, si surgía un contratiempo u otro tipo de estrés externo, no me disparatara, puesto que ya había comprobado que mis crisis se debían siempre a la acumulación de detonantes y no a uno sólo. La evitación del estrés interno implicaba no salir salvo para lo estrictamente necesario, no aceptar trabajo (rechacé varios proyectos que me habrían generado ansiedad) y no hacer nada por las tardes (por las mañanas sí lograba escribir y continuar traduciendo el material de los grupos laicos de AA). Fueron cuatro largas tardes atornillada al sofá viendo series como en una época que creía ya pretérita (aunque ya había pasado por algo similar durante la última Crisis).

Y llegó la tarde del Día D... Y el “Papeleo” se resolvió finalmente... Y sentí una inenarrable euforia después de seis meses de angustiosa espera. Empecé a comunicar dicha euforia a vari@s amig@s cercan@s que estaban al tanto y, de repente, me entró un miedo cerval a que la felicidad, como en otras situaciones la tristeza o el agobio, me generara deseos de beber, puesto que desde tiempo inmemorial, mucho antes de mi etapa de alcohólica activa, siempre había gestionado la euforia (que para mí, quizás porque en mis 54 años de vida ha habido relativamente pocas experiencias felices, constituye un sentimiento incómodo e inquietante) con alcohol. Me obligué entonces a bajarme de la nube y terminar el día como si de un jueves normal y corriente se tratase.

Al día siguiente me levanté con redoblado temor. Tenía planificada desde hacía una semana una cena con amig@s y temí que mi ánimo celebratorio pudiera representar un obstáculo insalvable. Comenté mi “temor a sentirme contenta” en uno de los grupos de Facebook y varias personas me confirmaron que para nosotr@s, l@s alcohólic@s, los momentos “altos” pueden ser igual de peligrosos que los “bajos”, sobre todo al principio, cuando estamos en una especie de inestabilidad emocional perpetua.

Decidí, sin embargo, arriesgarme a vivir el contento. Le propuse a otra amiga quedar para almorzar en un lugar agradable, fuera de la ciudad, y me puse manos a la obra con un proyecto ilusionante que tenía previsto desde antes de dejar de beber para cuando por fin se resolviera el tema “Papeleo”: hice varias llamadas y concerté varias citas para el lunes. Y resultó un día tremendamente exitoso. El primer día “desde” (desde que dejé de beber) que pasé doce horas seguidas en la calle y empaté almuerzo y cena con, en medio, tres horas vacías en la calle que supe llenar satisfactoriamente.

El fin de semana, sin embargo, fue duro, porque tuve dos “jamacucos” psicosomáticos, supongo que en parte como “autocastigo” por mi “felicidad”, en parte para contrarrestar el miedo a un posible “casi” y en parte por temor a que las citas que había concertado para el lunes, con vistas a mi nuevo Proyecto, fueran precipitadas y/o, dependiendo del resultado, representaran otro tipo de detonante.

Aun así, acudí a dichas citas el lunes y ese mismo día decidí lanzarme de cabeza al Proyecto. Sé que se recomienda no hacer grandes cambios vitales durante el primer año de sobriedad (como iniciar nuevas relaciones “sentimentales”, cambiar de trabajo o mudarse), pero este proyecto era muy importante para mi presente y mi futuro, y, pese al miedo a los inevitables estreses que conllevaría, no podía postergarlo ocho meses más. Pasé tres días en estado de semi-euforia, ocupadísima por las mañanas, con el proyecto y cerrando los últimos flecos del “Papeleo” ya resuelto, y vegetando, de modo similar a la semana anterior, por las tardes. Con una mezcla de satisfacción por lo que había conseguido (tanto lo que no dependía de mí como lo que yo misma había decidido) y de frustración por seguir incapacitada (mejor dicho, estar incapacitándome yo misma) para las actividades, tanto caseras como exteriores, que al principio de mi proceso de recuperación tan gratificantes resultaban o las que había descubierto más recientemente.

Y, paralelamente a todo esto, surgieron nuevas emociones que confrontar. En realidad, ya había empezado a confrontarlas unas semanas atrás, cuando decidí renunciar al viaje que tenía planeado para junio, entre otros motivos por temor a las consecuencias del reencuentro con mi “amigo íntimo”. En algún momento posterior se me ocurrió la idea de postergarlo, no un año entero, como era mi intención original, sino sólo hasta septiembre, pensando que tendría casi cuatro meses para tomar la decisión y que en ese período podía mejorar mi estado anímico y mi confianza en mi proceso de recuperación. Al fin y al cabo, en los casi cuatro meses que llevaba había pasado por numerosas fases distintas y no podía prever los cambios que se producirían en los cuatro siguientes.

Y a finales de esa segunda semana reflexioné a fondo sobre la conveniencia de dicho viaje y las posibles consecuencias del “reencuentro”. Nuevamente llegué a la conclusión de que lo mejor era “no meneallo” y entendí otros motivos subyacentes – e inconscientes – para ello. Que en realidad no se trataba tan sólo de que, puesto que en mi situación actual el único motivo para emprender el viaje era dicho reencuentro (cuando lo planeé originalmente había otros incentivos), un posible fracaso me hundiría anímicamente y podía llevarme fácilmente a perder mi sobriedad (y no sólo a una recaída puntual), sino, sobre todo, a que me arriesgaba a perder las emociones positivas que sentía por mi “amigo” desde nuestra reconciliación unos meses antes. Se trataba de un nuevo hito. De confrontar por primera vez “desde”, no sólo emociones negativas, como durante la “borrachera seca” que describí en una entrada anterior, sino emociones encontradas, y todo ello sin desactivarlas ni ocultarlas bajo capas y capas de alcohol, y sin intentar resolverlas mediante acciones impulsivas. (Alguien me ha recomendado un libro de Annie Grace titulado The Naked Mind [La mente desnuda] y así es exactamente cómo me siento.)

Pero las turbulencias no habían cesado, porque enseguida (para entonces ya el fin de semana) se sumó el factor Estrés. Por primera vez en tres semanas había aceptado un encargo de trabajo que no me apetecía en absoluto acometer; se me acumulaban varias tareas domésticas, en realidad sencillas, pero que sumadas me quitarían mucho tiempo y energía; se me avecinaba una semana llena de pequeñas obligaciones (citas médicas, más papeleo para el nuevo Proyecto); y se me acumulaban también las tareas “intelectuales” a las que yo misma me había obligado. El sábado me levanté con una fuerte opresión en el pecho y con el temor de que, si no lograba de alguna manera aliviar el estrés, en algún momento acabaría con fuertes ansias de beber.

Logré hacer todo lo que me había propuesto para la mañana con relativa tranquilidad, pero después de comer me invadió la ansiedad y una taquicardia feroz, que atribuyo al hecho de que antaño, cuando completaba mañanas (o días) como ésa, llenas de tareas engorrosas, lograba rebajar la ansiedad subyacente con el alcohol, mientras que ahora sencillamente se queda flotando por mi cuerpo. Y fue entonces cuando me planteé darme de baja como autónoma durante al menos un mes: de ese modo, no me llegarían encargos-que-rechazar durante ese tiempo, por lo que no tendría que estar buscando excusas cada vez que lo hiciera, ni tampoco me vería tentada a aceptar ninguno, porque no estaría habilitada para emitir facturas. Y podría dedicar ese tiempo a mi proceso de recuperación a tiempo completo y enfrascarme en las actividades gratificantes que éste me ha proporcionado.

Dos días después, ya en la tercera y última semana de esta crónica, tomé la decisión de hacerlo, motivada – o justificada – por que, al acudir al médico para unas recetas, descubrí que tenía la tensión arterial muy alta, algo que hasta entonces nunca me había pasado y que no sabía si atribuir a la ansiedad perpetua que llevaba varios días arrastrando o al hecho de que mis nuevos hábitos de alimentación, pese a ser en apariencia más sanos, estaban saturados de sal.

El resto de la semana, durante la cual cumplí el cuarto mes de sobriedad, osciló nuevamente entre la parálisis por el temor a desear beber en algún momento, la ansiedad por la acumulación de diversos contratiempos, urgencias y decisiones, y continuados problemas psicosomáticos, que parecen estar en vías de cronificación, aparte de una experiencia impactante y perturbadora que relataré en una próxima entrada.

Desmontando la secta de Alcohólicos Anónimos (I): De armarios y conversiones


Uno de los libros que figuran en la página de AA Agnostica (www.aaagnostica.org) es Don’t Tell: Stories by Agnostics and Atheists in AA (2014), de Roger C., cuyo título establece una analogía con el nombre de la infame política del ejército de EEUU ante l@s homosexuales instaurada por Bill Clinton, “Don’t Ask, Don’t Tell”, por la cual no se podía perseguir abiertamente a l@s homosexuales mientras ést@s no se declarasen abiertamente como tales. El siguiente libro del mismo autor, publicado un año después, es más asertivo: Do Tell: Stories by Agnostics and Atheists in AA. La analogía con la homosexualidad no es gratuita ni descabellada: posteriormente, gracias a mis interacciones con los grupos de AA laicos y ateos, descubrí que much@s alcohólic@s ate@s y agnóstic@s están literalmente “en el armario” dentro de AA y a veces tardan años en “salir” del mismo.

Mi gran “error” fue, pues, haberme declarado atea desde el principio. Fue como colocarme un cartel en la espalda diciendo “Convertidme, herman@s”. Como dijo uno de los cofundadores de AA, Bill W., es preciso “minar la rebeldía” de l@s escéptic@s poco a poco (aunque en mi caso el "poco a poco" se condensó en apenas un mes). Por supuesto, no me arrepiento de dicho “error” y volvería a comportarme del mismo modo. Porque no puedo ni imaginar cómo sería pasarme años oyendo la cantinela de que para recuperarse del alcoholismo es imprescindible creer en algún dios sin oponer ninguna resistencia ni argumentación racional.

Y es que, además, AA no refleja en absoluto a la población general. Según cifras de 2017, en España el 69,8% de la población se declara católica (sin embargo, sólo el 26,4% practicante) y el 25,2% atea o no creyente. Mientras que en AA se insiste en que todo el mundo es creyente, lo cual indica, por simple extrapolación, que el 20% de sus miembr@s están “en el armario” (en mi grupo éramos 2 ate@s de entre las aproximadamente 50 personas que llegué a conocer, es decir un 4%).

Con todo, y pese a que en España no existen (todavía) grupos laicos, debo señalar que aquí AA es bastante menos retrógrada que en EEUU. Según el artículo “AA, Religion and Secular AA”, de Vic L. (www.secularaa.org/aa-la-religion-y-secular-aa/), una reunión típica transcurre del siguiente modo: “Una abrumadora mayoría de las reuniones se celebran en sótanos de iglesias ('El alma te la salvan arriba. Aquí abajo te salvamos la vida'.) Los 12 Pasos recomendados y las 12 Tradiciones, junto con otros eslóganes de AA, cuelgan de las paredes. Las reuniones suelen iniciarse con el Preámbulo de AA y la lectura de fragmentos tomados de la literatura aprobada por el Congreso de AA, por lo general de contenido altamente religioso. La lectura más habitual es ‘Cómo funciona’, que incluye los 12 Pasos y termina así: ‘…Sin ayuda, es demasiado para nosotros. Pero hay Alguien que tiene todo el poder: ese Alguien es Dios. ¡Ojalá Lo encuentres ahora!’ Posteriormente, una persona designada (otr@ miembr@ de AA) comparte su ‘experiencia, fortaleza y esperanza’ durante unos 15 ó 20 minutos; el moderador o moderadora hace una pausa (para pasar el cepillo y hacer anuncios); otr@s asistentes ‘comparten’ desde la tarima (y en sus intervenciones hablan a menudo de la fe y de su gratitud hacia un Poder Superior); y la reunión se clausura con nuevas lecturas también cargadas de religiosidad. Finalmente, tod@s se ponen en pie, se dan la mano y rezan ‘el Padrenuestro’ (o, con menos frecuencia, ‘la Oración de la Serenidad’)”.

(Entre paréntesis, este aspecto pernicioso de AA nunca se muestra en la ficción, donde predomina una visión aséptica, cuando no edulcorada, de la organización. Estoy convencida de que en mi decisión de dejar de beber y acudir a AA influyó inconscientemente el hecho de que en aquel momento estaba viendo, toda de golpe, la serie Elementary, en la que un Sherlock Holmes contemporáneo acaba de desintoxicarse de la heroína. En diversos episodios se muestran las reuniones de Narcóticos Anónimos a las que asiste, pero en ellas nunca se habla de Dios o de un “Poder Superior” [está claro que Sherlock, que es la Lógica y la Razón personificadas, nunca habría creído en tales cosas], ni siquiera de “trabajar los 12 pasos”. Por otra parte, cuando se busca un “padrino”, su relación con él es de complicidad y un apoyo mutuo que trasciende el tema de su común adicción. Nada que ver, por tanto, con mi fugaz relación con El Padrino.)

Si yo me hubiera topado con algo similar a la reunión que describe Vic L. el primer día, sencillamente no habría vuelto, con lo cual probablemente no seguiría sobria tres meses y medio después. Por suerte, aquí (al menos en el grupo al que yo asistía) no se leía el “Cómo funciona” a diario (tras el Preámbulo se leía la lectura correspondiente a ese día y, aunque todas estaban plagadas de la palabra “Dios”, por lo menos variaba su contenido y de vez en cuando conseguía extraer alguna idea útil de entre la maraña religiosa); ningún/a miembr@ “designad@” dedicaba un tercio de la reunión a hablar de su experiencia; no se pasaba un “cepillo” (las aportaciones se metían, cuando cada cual consideraba oportuno, en un jarrón forrado en tela, por lo que no eran “públicas”); las sillas estaban colocadas en círculo y las intervenciones se realizaban sentad@s en ella, lo cual facilitaba que tod@s, incluso las personas más tímidas, participasen; no había lecturas de clausura; y, sobre todo, no se rezaba el Padrenuestro, sino la Frase de la Serenidad.

Cierto que, como ya he relatado en otras entradas, muchas de las intervenciones estaban plagadas de “Dios” y el “Poder Superior”, y de alusiones a la (presunta) conversión o “despertar espiritual” en determinado momento de su proceso de recuperación. Posteriormente he descubierto que esto, que me resultaba tan difícil de digerir, tiene una “explicación” histórica. En los inicios de AA predominaban los Grupos Oxford, una organización fundamentalista que se desarrolló entre los años 20 y 50 del siglo pasado, y muchos grupos de AA exigían que l@s miembr@s experimentaran y escenificaran su “conversión”, arrodillándose e invocando a Dios; quienes no lo hacían eran directamente expulsad@s. Y aunque no en todos los grupos se exigía esto, y en la actualidad supongo que la mayoría no lo hace, esta exigencia parece haber pervivido en forma de “tradición”, de tal modo que quienes permanecen sobri@s durante algún tiempo llegan a creer que han experimentado dicha conversión (lo que no sé es cómo lo transmiten o escenifican, puesto que mientras asistí a las reuniones no fui testigo de ninguna). A eso lo llamo yo un lavado de cerebro en toda regla. Tampoco se expulsa a nadie abiertamente, sino que, como en mi caso, se les induce a autoexpulsarse cuando fracasan en sus intentos de “minar su rebeldía”, con la esperanza, eso sí, de que volverán al redil, más dóciles, más “receptivos”, más “obedientes”, cuando su profecía de que sin las reuniones y sin el “Poder Superior” recaerán automáticamente se cumpla gracias al miedo que previamente se han encargado de inculcarles.

(Continuará...)

Crónica de una crisis, o la "borrachera seca"


El período de tiempo que abarcan mis dos últimas entradas, desde mi última reunión presencial de AA hasta la segunda reunión online de Secular AA, fue un período algo turbulento pero aun así exitoso, en la medida en que no tuve impulsos de beber.
Cierto que desde los dos “casi” que relaté, disminuyó mi actividad y mi nivel de autoexigencia respecto a “cosas que hacer” (escribir, ver películas, experimentar con nuevas comidas), aumentó mi ansiedad (provocada sobre todo por el temor a que nuevos brotes de ansiedad me llevaran a nuevas crisis – otro círculo vicioso que añadir a los ya diagnosticados –), lo que a su vez me llevó a rechazar muchos encargos de trabajo y a hacer los que sí acepté con gran dificultad, y estuve mucho tiempo "estancada" en la rabia por mi experiencia en AA. Me volqué en mis investigaciones sobre AA, en mi participación en los grupos de Facebook y en este blog.
Pero el martes pasado me derrumbé de nuevo y lo peor es que debería haberlo previsto, porque los diversos detonantes que confluyeron ese día estaban ya cobrando forma.
1) Justo antes de Semana Santa volví a tener el problema fí-sico-somático que había superado dos semanas antes. Temí que se prolongara durante meses, como en situaciones análogas del pasado... hasta que, proyectándome hacia el futuro, diagnostiqué el “beneficio retorcido” que me proporcionaba: llevarme a concluir que debía renunciar a un viaje que tenía planeado para finales de junio desde mucho antes de dejar de beber, puesto que conllevaría una enorme carga de ansiedad y otros elementos que pondrían en peligro mi sobriedad:
a) En mi última época alcohólica cualquier viaje se había convertido en una potente fuente de estrés que sólo se aliviaba al llegar al hotel o apartamento de turno y beber. Y éste sería un viaje infinitamente más complicado porque (sin entrar en detalles) en él intervendrían fobias y traumas incrustados en mi subconsciente que soy incapaz de gestionar con herramientas racionales.
b) El viaje implicaba volver a la ciudad donde empezó mi proceso cuesta abajo hacia el alcoholismo y, por tanto, me removería infinidad de malos recuerdos relacionados con los detonantes de dicho proceso, y automática e inconscientemente me reposicionaría en esa época oscura. Y:
c) El principal aliciente del viaje era reencontrarme con un “amigo íntimo” del que me había distanciado durante mi apogeo alcohólico y con el que, tras arduos esfuerzos, había conseguido retomar la relación por teléfono y correo electrónico. Así, a distancia y en abstracto, la relación pasaba por un momento muy bonito y supe que un reencuentro en persona me desequilibraría, independientemente del resultado: si iba mal y constataba(mos) que el daño causado (por mí) un año antes era irreparable, me causaría un enorme dolor y reavivaría mi sentimiento de culpa; y si, por el contrario, volvía a ser como era antaño, ello me crearía nuevas expectativas difíciles de materializar a causa de la distancia. Resumiendo: lo mejor era “no meneallo”.
Consulté mis dudas con los grupos de Facebook y con mi amigo (ex-)alcohólico de fuera y el consenso de las opiniones fue que convenía evitar un viaje así, por lo menos hasta llevar un año de sobriedad. Una vez tomada la decisión, mi problema físico desapareció casi por arte de magia.
El resto de la Semana Santa fue tranquilo y gratificante, pero, conforme se acercaba a su fin, empecé a temer a la semana siguiente porque: 1) Tendría que informar a mi amigo de mi decisión; y 2) Se suponía que esa semana se resolvería el “papeleo fuera de mi control" que me había causado el segundo “casi” un mes antes.
El lunes por la tarde me llamó mi amigo y le comuniqué mi decisión de no viajar. Dijo que lo entendía, pero sé que le causé una enorme decepción. Y me sentí fatal por mi ineptitud, por mi cobardía, por haberme colocado yo misma en la situación de tener que elegir entre un viaje que una parte de mí deseaba y preservar mi aún reciente sobriedad. Aun así, fue un día relativamente tranquilo y “productivo”.
Al día siguiente me desperté muy nerviosa, en parte porque no había recibido noticias sobre la (que me habían dicho) inminente resolución del tema “Papeleo” y en parte por la perspectiva de la cita con la trabajadora social del programa de drogodependencia no relacionado con AA, una clara señal de alarma a la que tendría que haber prestado atención.
Porque... Al llegar al lugar de la cita se inició mi Derrumbe. La susodicha me hizo esperar 45 minutos, una auténtica grosería teniendo en cuenta que quienes acudimos allí estamos en una situación vulnerable. Mientras esperaba, hiperventilaba exactamente igual que cuando acudía a la institución burocrática que provocó mi primer “casi”. Estuve a punto de irme varias veces, pero me convencí de que debía explorar el programa y que el irme sin más me haría sentirme un “fracaso” (uno de mis detonantes). Cuando finalmente me atendió, tuve que contarle mi historia post-alcohol desde el principio y darle infinidad de datos (qué bebía, qué comía y a qué horas, si me duchaba todos los días [lo cual me pareció francamente ofensivo], cuáles eran mis fuentes de ingresos, quiénes eran mis amig@s y si bebían o no), todo lo cual me retrotrajo a otras primeras visitas a tant@s psicólog@s de los últimos cinco años que nunca me ayudaron. Además, el proceso era absurdamente buRRocrático: nueva cita con ella una semana después, luego cita con una médica (y yo sólo voy a médic@s cuando lo necesito), luego varias citas individuales con una psicóloga y finalmente, al cabo de quién sabe cuántos meses, terapia de grupo.
Salí de allí con unas casi olvidadas ganas de llegar a casa y tomarme una cerveza (en realidad, muuuuchas cervezas). Intenté acallar el deseo, pero, una vez en casa, volvió a agobiarme la falta de noticias respecto al “Papeleo” otro y un correo, aparentemente banal, de mi “amigo íntimo” me hizo flagelarme por el nuevo daño que le había causado y por mi cobardía. Tenía unas ganas locas de llorar y añoré el alcohol que antaño hacía remitir mis llantinas, añoranza que se convirtió en un incontrolable de beber, similar al de los dos “casi” de un mes antes, aunque en ningún momento me planteé hacerlo: sólo temí no ser capaz de superar esas ansias suicido-masoquistas. Y esta vez no tenía a quién llamar ni una reunión de AA a la que acudir por la tarde/noche.
Pasé cerca de dos horas en ese terremoto emocional. Aun así, me obligué a prepararme un buen almuerzo y eso me tranquilizó mínimamente. Después de la sobremesa, le escribí a mi amigo contándole mi Crisis (“Por si necesitaba confirmación de que debía cancelar el viaje de junio”) y explicándole en más detalle lo que me había llevado a esa decisión, incluido lo relativo a nuestro reencuentro que no me había atrevido a expresarle por teléfono. También expuse mi Crisis en uno de los grupos de Facebook y recibí muchas muestras de apoyo y de ánimo. Y finalmente me tranquilicé (casi) del todo. Vi varios episodios de una serie anodina, cené con apetito y me metí en la cama a leer con la (mini)satisfacción de haber sobrevivido, sola y sin apoyos presenciales, a la Crisis.
Al día siguiente, sin embargo, me desperté profundamente deprimida y furiosa. Deprimida por el fracaso de haber estado nuevamente “a punto de”, porque seguía sin resolverse el “Papeleo” y porque temía que mi amigo se distanciase por la cancelación de mi viaje. Y furiosa por el “Papeleo” de nunca acabar y la actitud de las personas implicadas, por la absurditud burocrática del programa de drogodependencia, que me había despertado tantos fantasmas que creía enterrados, y por el maltrato que había recibido en AA, a causa del cual ya no contaba con ese apoyo que tenía al principio. Un par de horas después supe que la resolución del “Papeleo” se postergaba ocho días más y eso me llevó de nuevo al borde del abismo. 
Pasé horas llorando a mares. En medio, les puse largos audios de Whatsapp a las tres personas de AA que me habían decepcionado/traicionado: El Padrino, la compañera que me acompañó el primer día y el “dirigente” del área con el que había hablado por teléfono meses atrás. Con tono muy contenido (nada que ver con los “vómitos” que lanzaba en mi época alcohólica), les expliqué que mi abandono de AA se debía al lavado de cerebro al que habían intentado someterme y a sus amenazas, pese a las cuales llevaba 3 meses y 11 días sobria (no les hablé, por supuesto, de mi Crisis). También le escribí a mi amigo (ex-)alcohólico de fuera, preguntándole por qué, si AA no era un programa religioso, tenía tanto miedo a ponerme en contacto con otr@s ate@s. Todas las respuestas fueron absolutamente vacuas y me molestó especialmente que mi amigo de fuera me dijera que no existía tal cosa como grupos laicos de AA, pese a haberle hablado yo misma de los grupos a los que me había unido y de las reuniones online.
Decidí entonces que a partir de ahora me volcaría en hacer accesible la bibliografía y los recursos que había encontrado en inglés para l@s hispanohablantes y me ofrecí a Secular AA y a AA Agnostica para ir traduciendo poco a poco sus páginas. Ya había empezado a divulgar aquí dicha bibliografía (en la entrada “El (largo) adiós a Alcohólicos Anónimos”), tenía planificadas nuevas entradas tituladas “Desmontando la secta” y había contemplado la posibilidad de, a medio plazo, convertir este blog en un libro, pero de repente sentí una enorme urgencia de empezar YA. En parte por el sincero deseo de ayudar a otras personas en mi situación (ahuyentadas de AA por su proselitismo religioso) que no sepan inglés y en parte también como una especie de venganza contra l@s miembr@s de AA en España: hacer tambalear su omnímodo Poder sobre las mentes y los destinos de l@s demás alcohólic@s y su confortable adormecimiento en sus clichés, su jerga vacua y su dejación de sí. Como le dije al “dirigente” de mi área: “Algún día habrá grupos laicos de AA en España. Al tiempo”.
De nuevo sobreviví al día (sin salir de casa porque “en la calle hay alcohol”), pero acabé psicológicamente exhausta, hasta el punto de meterme en la cama a las 9 de la noche. Y “resignada” a pasar los siguientes nueve días (hasta que se resolviese – si no se producían más retrasos – el tema “Papeleo”) en estado de impasse, dedicada únicamente a sobrevivir sin alcohol con la menor ansiedad posible.
Y así pasé dos días más. Sin ansias de beber, pero también sin ansias de nada más. Dos días muy – demasiado – parecidos a los de mi última época de alcohólica activa: apatía total a partir del almuerzo, reclusión en mi casa (aunque uno de los días salí por la mañana a una cita médica y al supermercado), rumia constante de mi nueva “lista de agravios”, autocompasión, soledad y convicción de que mi empresa de mantenerme sobria estaba abocada al fracaso. Hasta que, al final del segundo día, constaté dos hechos que me devolvieron mínimamente la esperanza:
1) Recordé la expresión “borrachera seca” de la que se hablaba a menudo en AA, siempre en tono despectivo porque indicaba el estado de quienes, aun habiendo dejado de beber, no estaban trabajando los doce pasos ni habían encontrado a su “Poder Superior” (en el mundo laico se refiere a no estar analizando los conflictos, los detonantes y las predisposiciones subyacentes), y sentí que esa metáfora describía perfectamente mi situación, por lo que podía tratarse sólo de una fase, al igual que antes había pasado por la de la “nube rosa”. Y
2) Me di cuenta de que, por primera vez desde que dejara de beber, esa semana había tenido que confrontar emociones negativas, de tristeza y de culpa (relacionadas con mi “amigo íntimo”). Mucho antes, como ya relaté aquí, había examinado los daños causados a otr@s amig@s y les había pedido disculpas; pero una parte de mí ya era consciente de ese daño y, más que pena, sentí alegría por poder presentar dichas disculpas. Sin embargo, la mayor parte de mis esfuerzos habían estado encaminados a lidiar con mis hábitos, el estrés, la ansiedad y las situaciones de “falta de control” sobre los contratiempos externos.
Ésta era, pues, simplemente una situación novedosa más para la que carecía aún de herramientas y el reconocerlo me permitió “salir del hoyo”... al menos hasta la próxima crisis.