El período de tiempo que abarcan mis dos últimas entradas, desde
mi última reunión presencial de AA hasta la segunda reunión online de Secular AA, fue un período algo
turbulento pero aun así exitoso, en la medida en que no tuve impulsos de beber.
Cierto que desde los dos “casi” que relaté, disminuyó mi actividad
y mi nivel de autoexigencia respecto a “cosas que hacer” (escribir, ver
películas, experimentar con nuevas comidas), aumentó mi ansiedad (provocada
sobre todo por el temor a que nuevos brotes de ansiedad me llevaran a nuevas
crisis – otro círculo vicioso que añadir a los ya diagnosticados –), lo que a
su vez me llevó a rechazar muchos encargos de trabajo y a hacer los que sí acepté
con gran dificultad, y estuve mucho tiempo "estancada" en la rabia por mi
experiencia en AA. Me volqué en mis investigaciones sobre AA, en mi
participación en los grupos de Facebook y en este blog.
Pero el martes pasado me derrumbé de nuevo y lo peor es que
debería haberlo previsto, porque los diversos detonantes que confluyeron ese
día estaban ya cobrando forma.
1) Justo antes de Semana Santa volví a tener el problema fí-sico-somático
que había superado dos semanas antes. Temí que se prolongara durante meses,
como en situaciones análogas del pasado... hasta que, proyectándome hacia el
futuro, diagnostiqué el “beneficio retorcido” que me proporcionaba: llevarme a
concluir que debía renunciar a un viaje que tenía planeado para finales de
junio desde mucho antes de dejar de beber, puesto que conllevaría una enorme
carga de ansiedad y otros elementos que pondrían en peligro mi sobriedad:
a) En mi última época alcohólica cualquier viaje se había
convertido en una potente fuente de estrés que sólo se aliviaba al llegar al
hotel o apartamento de turno y beber. Y éste sería un viaje infinitamente más
complicado porque (sin entrar en detalles) en él intervendrían fobias y traumas incrustados en mi subconsciente que soy incapaz de gestionar con herramientas racionales.
b) El viaje implicaba volver a la ciudad donde empezó mi proceso
cuesta abajo hacia el alcoholismo y, por tanto, me removería infinidad de malos
recuerdos relacionados con los detonantes de dicho proceso, y automática e
inconscientemente me reposicionaría en esa época oscura. Y:
c) El principal aliciente del viaje era reencontrarme con un “amigo
íntimo” del que me había distanciado durante mi apogeo alcohólico y con el que,
tras arduos esfuerzos, había conseguido retomar la relación por teléfono y correo
electrónico. Así, a distancia y en abstracto, la relación pasaba por un momento
muy bonito y supe que un reencuentro en persona me desequilibraría, independientemente
del resultado: si iba mal y constataba(mos) que el daño causado (por mí) un año
antes era irreparable, me causaría un enorme dolor y reavivaría mi sentimiento
de culpa; y si, por el contrario, volvía a ser como era antaño, ello me crearía
nuevas expectativas difíciles de materializar a causa de la distancia.
Resumiendo: lo mejor era “no meneallo”.
Consulté mis dudas con los grupos de Facebook y con mi amigo
(ex-)alcohólico de fuera y el consenso de las opiniones fue que convenía evitar
un viaje así, por lo menos hasta llevar un año de sobriedad. Una vez tomada la
decisión, mi problema físico desapareció casi por arte de magia.
El resto de la Semana Santa fue tranquilo y gratificante, pero,
conforme se acercaba a su fin, empecé a temer a la semana siguiente porque: 1)
Tendría que informar a mi amigo de mi decisión; y 2) Se suponía que esa semana
se resolvería el “papeleo fuera de mi control" que me había causado el
segundo “casi” un mes antes.
El lunes por la tarde me llamó mi amigo y le comuniqué mi decisión
de no viajar. Dijo que lo entendía, pero sé que le causé una enorme decepción.
Y me sentí fatal por mi ineptitud, por mi cobardía, por haberme colocado yo misma en la
situación de tener que elegir entre un viaje que una parte de mí deseaba y
preservar mi aún reciente sobriedad. Aun así, fue un día relativamente
tranquilo y “productivo”.
Al día siguiente me desperté muy nerviosa, en parte porque no
había recibido noticias sobre la (que me habían dicho) inminente resolución del
tema “Papeleo” y en parte por la perspectiva de la cita con la trabajadora
social del programa de drogodependencia no relacionado con AA, una clara señal
de alarma a la que tendría que haber prestado atención.
Porque... Al llegar al lugar de la cita se inició mi Derrumbe. La susodicha
me hizo esperar 45 minutos, una auténtica grosería teniendo en cuenta que
quienes acudimos allí estamos en una situación vulnerable. Mientras esperaba, hiperventilaba
exactamente igual que cuando acudía a la institución burocrática que provocó mi
primer “casi”. Estuve a punto de irme varias veces, pero me convencí de que
debía explorar el programa y que el irme sin más me haría sentirme un “fracaso”
(uno de mis detonantes). Cuando finalmente me atendió, tuve que contarle mi
historia post-alcohol desde el principio y darle infinidad de datos (qué bebía,
qué comía y a qué horas, si me duchaba todos los días [lo cual me pareció
francamente ofensivo], cuáles eran mis fuentes de ingresos, quiénes eran mis
amig@s y si bebían o no), todo lo cual me retrotrajo a otras primeras visitas a
tant@s psicólog@s de los últimos cinco años que nunca me ayudaron. Además, el
proceso era absurdamente buRRocrático: nueva cita con ella una semana después,
luego cita con una médica (y yo sólo voy a médic@s cuando lo necesito), luego
varias citas individuales con una psicóloga y finalmente, al cabo de quién sabe
cuántos meses, terapia de grupo.
Salí de allí con unas casi olvidadas ganas de llegar a casa y tomarme
una cerveza (en realidad, muuuuchas cervezas). Intenté acallar el deseo, pero,
una vez en casa, volvió a agobiarme la falta de noticias respecto al “Papeleo”
otro y un correo, aparentemente banal, de mi “amigo íntimo” me hizo flagelarme
por el nuevo daño que le había causado y por mi cobardía. Tenía unas ganas
locas de llorar y añoré el alcohol que antaño hacía remitir mis llantinas, añoranza que se convirtió en un incontrolable de beber, similar al de los dos “casi” de un mes antes,
aunque en ningún momento me planteé hacerlo: sólo temí no ser capaz de superar
esas ansias suicido-masoquistas. Y esta vez no tenía a quién llamar ni una
reunión de AA a la que acudir por la tarde/noche.
Pasé cerca de dos horas en ese terremoto emocional. Aun así, me
obligué a prepararme un buen almuerzo y eso me tranquilizó mínimamente. Después
de la sobremesa, le escribí a mi amigo contándole mi Crisis (“Por si necesitaba
confirmación de que debía cancelar el viaje de junio”) y explicándole en más
detalle lo que me había llevado a esa decisión, incluido lo
relativo a nuestro reencuentro que no me había atrevido a expresarle por
teléfono. También expuse mi Crisis en uno de los grupos de Facebook y recibí
muchas muestras de apoyo y de ánimo. Y finalmente me tranquilicé (casi) del
todo. Vi varios episodios de una serie anodina, cené con apetito y me metí en
la cama a leer con la (mini)satisfacción de haber sobrevivido, sola y sin apoyos presenciales, a la
Crisis.
Al día siguiente, sin embargo, me desperté profundamente deprimida
y furiosa. Deprimida por el fracaso de haber estado nuevamente “a punto de”,
porque seguía sin resolverse el “Papeleo” y porque temía que mi amigo se
distanciase por la cancelación de mi viaje. Y furiosa por el “Papeleo” de nunca
acabar y la actitud de las personas implicadas, por la absurditud burocrática del
programa de drogodependencia, que me había despertado tantos fantasmas que
creía enterrados, y por el maltrato que había recibido en AA, a causa del cual
ya no contaba con ese apoyo que tenía al principio. Un par de horas después
supe que la resolución del “Papeleo” se postergaba ocho días más y eso me llevó
de nuevo al borde del abismo.
Pasé horas llorando a mares. En medio, les puse largos audios de
Whatsapp a las tres personas de AA que me habían decepcionado/traicionado: El
Padrino, la compañera que me acompañó el primer día y el “dirigente” del área
con el que había hablado por teléfono meses atrás. Con tono muy contenido (nada
que ver con los “vómitos” que lanzaba en mi época alcohólica), les expliqué que
mi abandono de AA se debía al lavado de cerebro al que habían intentado
someterme y a sus amenazas, pese a las
cuales llevaba 3 meses y 11 días sobria (no les hablé, por supuesto, de mi Crisis).
También le escribí a mi amigo (ex-)alcohólico de fuera, preguntándole por qué,
si AA no era un programa religioso, tenía tanto miedo a ponerme en contacto con
otr@s ate@s. Todas las respuestas fueron absolutamente vacuas y me molestó
especialmente que mi amigo de fuera me dijera que no existía tal cosa como
grupos laicos de AA, pese a haberle hablado yo misma de los grupos a los que me
había unido y de las reuniones online.
Decidí entonces que a partir de ahora me volcaría en hacer
accesible la bibliografía y los recursos que había encontrado en inglés para
l@s hispanohablantes y me ofrecí a Secular
AA y a AA Agnostica para ir
traduciendo poco a poco sus páginas. Ya había empezado a divulgar aquí dicha
bibliografía (en la entrada “El (largo) adiós a Alcohólicos Anónimos”), tenía
planificadas nuevas entradas tituladas “Desmontando la secta” y había
contemplado la posibilidad de, a medio plazo, convertir este blog en un libro,
pero de repente sentí una enorme urgencia de empezar YA. En parte por el sincero deseo de ayudar a otras
personas en mi situación (ahuyentadas de AA por su proselitismo religioso) que
no sepan inglés y en parte también como una especie de venganza contra l@s miembr@s de AA en España: hacer tambalear su
omnímodo Poder sobre las mentes y los destinos de l@s demás alcohólic@s y su
confortable adormecimiento en sus clichés, su jerga vacua y su dejación de sí.
Como le dije al “dirigente” de mi área: “Algún día habrá grupos laicos de AA en
España. Al tiempo”.
De nuevo sobreviví al día (sin salir de casa porque “en la calle
hay alcohol”), pero acabé psicológicamente exhausta, hasta el punto de meterme
en la cama a las 9 de la noche. Y “resignada” a pasar los siguientes nueve días
(hasta que se resolviese – si no se producían más retrasos – el tema “Papeleo”)
en estado de impasse, dedicada
únicamente a sobrevivir sin alcohol con la menor ansiedad posible.
Y así pasé dos días más. Sin ansias de beber, pero también sin
ansias de nada más. Dos días muy – demasiado – parecidos a los de mi última
época de alcohólica activa: apatía total a partir del almuerzo, reclusión en mi
casa (aunque uno de los días salí por la mañana a una cita médica y al
supermercado), rumia constante de mi nueva “lista de agravios”, autocompasión,
soledad y convicción de que mi empresa de mantenerme sobria estaba abocada al fracaso. Hasta que, al final del segundo día, constaté dos hechos que me devolvieron
mínimamente la esperanza:
1) Recordé la expresión “borrachera seca” de la que se hablaba a
menudo en AA, siempre en tono despectivo porque indicaba el estado de quienes,
aun habiendo dejado de beber, no estaban trabajando los doce pasos ni habían
encontrado a su “Poder Superior” (en el mundo laico se refiere a no estar analizando
los conflictos, los detonantes y las predisposiciones subyacentes), y sentí que
esa metáfora describía perfectamente mi situación, por lo que podía tratarse
sólo de una fase, al igual que antes había pasado por la de la “nube rosa”. Y
2) Me di cuenta de que, por primera vez desde que dejara de beber,
esa semana había tenido que confrontar emociones negativas, de tristeza y de
culpa (relacionadas con mi “amigo íntimo”). Mucho antes, como ya relaté aquí, había
examinado los daños causados a otr@s amig@s y les había pedido disculpas; pero
una parte de mí ya era consciente de ese daño y, más que pena, sentí alegría
por poder presentar dichas disculpas. Sin embargo, la mayor parte de mis esfuerzos habían estado encaminados a lidiar con mis hábitos, el estrés, la ansiedad y las
situaciones de “falta de control” sobre los contratiempos externos.
Ésta era, pues, simplemente una situación novedosa más para la que carecía aún de herramientas y el reconocerlo me permitió “salir del hoyo”...
al menos hasta la próxima crisis.
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