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Los manejos de una secta: Alcohólicos Anónimos manifiesta su lado más oscuro


Terminé mi entrada de hace tres semanas “Más sobre el proselitismo religioso de AA”, con un “(Mucho me temo que...) Continuará...” Y en efecto continuó... Continuó el proselitismo y yo continúo hablando de él, aunque espero poder rubricar próximamente el tema con la palabra “FIN” .

En realidad, a mi última entrada le faltaba un doble preámbulo que ahora me doy cuenta de que habría sido crucial:

1) La reunión que describí ahí venía precedida de mi segundo “casi” el día anterior, cuando había “contratado” un “padrino”... Hasta entonces había pensado vagamente en la necesidad de tener uno, pero mi amigo de fuera me había dicho que los padrinos o las madrinas se elegían para “trabajar los pasos”, algo que francamente nunca me interesó (independientemente de mi alergia al “Poder Superior” que casi todos invocan). Durante la (doble) Crisis de esa semana pensé, sin embargo, que me resultaría útil tener un apoyo más específico e “individualizado” que el que me proporcionaba el grupo y recurrí a esa persona en concreto porque: 1) Solía hacer comentarios muy “razonables” en las reuniones, sin mencionar nunca el “rollo” religioso (aunque imaginaba que, como casi tod@s, lo tenía); 2) Uno de sus “ahijados” decía también cosas muy “razonables” y a veces incluso cuestionaba algunos aspectos de AA (aunque ahora me doy cuenta de que nunca en presencia del Susodicho); 3) Iba a las reuniones casi diariamente, por lo cual me sería fácil quedar con él un rato antes si algún día sentía la necesidad; y 4) Aunque sólo fuera implícitamente, se había ofrecido a hacerlo.

2) El día anterior (el del “casi”) había ido a una reunión y había resultado ser una “reunión de trabajo”, en la que prácticamente sólo se habló del funcionamiento y la situación económica del grupo. Sin embargo, cerca del final, un tipo al que hasta entonces nunca había visto dijo que si cada vez asistía menos gente a las reuniones, era porque tod@s seguían estancad@s en su pasado alcohólico y se hablaba poco del “Poder Superior” (!!!). Repliqué instantáneamente: “Como novata, yo vengo aquí en busca de apoyo y refuerzo para mi recuperación. Lo que me ayuda es escuchar las experiencias de l@s demás y exponer las propias, no sólo como descargue, sino porque verbalizarlas me ayuda a reflexionar sobre ellas. Para misticismos hay muchos otros lugares a los que acudir; en cambio, éste es el único para l@s alcohólic@s, como su propio nombre indica”.

Volviendo a la reunión descrita en la anterior entrada: “el compañero, normalmente bastante ecuánime y respetuoso” que acusó agresivamente al ateo de “falta de respeto” fue precisamente El Padrino (no resisto la tentación de jugar con el apelativo del célebre mafioso), aun sabiendo por mis gestos y mis miradas que yo lo estaba aplaudiendo. Al llegar a casa, le escribí un largo Whatsapp diciéndole: “Tú hablaste de respeto, pero, ¿no crees que es una falta de respeto que gente como X. e Y. amenacen a l@s principiantes con que acabaremos bebiendo si no creemos lo mismo que ell@s?” Me dijo que me llamaba y le dije que no era necesario.

Dos días después, sin embargo, como seguía furiosa por esa reunión, lo llamé y tuvimos lo que entonces me pareció una conversación fructífera, aunque me saltaron un par de alarmas que preferí acallar: 1) Cuando volví a afirmar mi ateísmo, me dijo: “Z. también era como tú al principio”... Y Z., aunque no es de l@s fanátic@s más autoritari@s, habla a menudo, en forma absolutamente incoherente por cierto, de su “Poder Superior”. (¿Le habría lavado el cerebro él?); y 2) Me dijo que tal vez no fuera buena idea hablarles de mi proceso a mis amig@s, a lo que respondí que mis amig@s no eran simples “compañer@s de borrachera” y que estaba segura de que, si yo pidiera alcohol en su presencia, intentarían disuadirme de beber. (¿Estaría intentando alejarme de mis amig@s?)

Dos días después, asistí a mi primera reunión tras la “catequética”, con cierto temor a que fuera a desarrollarse como la anterior, cuando lo que yo necesitaba era hablar sobre las crisis que había tenido. De camino allí, paré en un supermercado y notaba cierta molestia física a la que no presté demasiada atención. La pre-reunión fue, como siempre, muy agradable, pero, al llegar al salón, estaba otro de los fanáticos vociferantes (que un día había intentado “venderme” el budismo como una religión “útil” para mí... como si las creencias o no-creencias fueran cuestión de elegir de un catálogo) leyendo algo sobre el “Poder Superior”, para terminar con un “AA respeta todas las creencias”, ante lo que no pude callarme (la reunión no había empezado aún): “Sí, se respetan todas las creencias, pero no las no-creencias”. Y ahí saltó El Padrino: “¿Cuándo no te has sentido respetada tú?” Respondí con evasivas y entonces empezó la reunión.

Yo intervine contando mis recientes crisis y mi conclusión respecto a mi círculo vicioso “ingobernabilidad → alcohol → más ingobernabilidad”, aunque no era propiamente el tema. El Padrino habló justo después; dijo vaguedades que no recuerdo y terminó su perorata con un agresivo comentario que iba evidentemente dirigido contra mí: “¿Acaso he hablado para algo del Poder Superior o de Dios? No, ¿verdad?”

El resto de la reunión fue bastante anodino y volví a casa con la molestia física agravada, que a lo largo de los dos días siguientes se agravó aún más. Era evidentemente un problema psicosomático de los que a menudo me aquejan y que hace muchos años descubrí que cumplen un “beneficio” retorcido. Dichos "beneficios" son muchos y variados, pero en este caso se trataba de uno de los clásicos: “Tener una excusa para no hacer algo”, y ese “algo” era no ir a las reuniones durante unos días. (Este problema físico en concreto no me impedía salir a ciertos lugares, pero sí a AA.)

Y desde entonces no he vuelto. 

Poco después me puse a investigar a AA a fondo. En español había encontrado muy poco, pero en el ámbito anglosajón hay una abundante bibliografía sobre su funcionamiento de secta y encontré también grupos de AA para ate@s/agnóstic@s/laic@s, incluido un grupo de Facebook al que me uní y que resultó ser un buen apoyo virtual.

Seguí analizando los “sucesos” de las últimas reuniones y, a partir de mis análisis y de las experiencias que leí en el grupo de FB, llegué a una conclusión aterradora: El Padrino se “me vendió” como alguien “razonable”, cuando en realidad sólo estaba al acecho para entrar a saco cuando me viera “vulnerable” (mi semana de crisis)... Y, al ver que pese a todo yo seguía con mi – lo que en AA llaman – “rebeldía”, decidió socavarme públicamente para vulnerabilizarme aún más. Si tal como dicta AA, el dejar las reuniones es el camino más corto hacia la recaída, es evidente que está esperando – deseando – que yo recaiga, para poder decirme: “Te lo advertí”... y tal vez entonces tener más éxito en su labor de lavado de cerebro. Es absolutamente retorcido y muy muy sucio... Me sentí como si hubiera sido víctima de un “intento de violación mental” y me costó mucho salir de “ahí” (en realidad, no estoy segura de haber salido todavía), de esa sensación de indefensión, de victimización y de rabia... a la que se sumaba la soledad de no tener ya con quien compartir mi proceso.

Y la(s) Crisis


Justo la mañana en que se cumplían dos meses desde mi último día de alcoholismo activo estuve a unos minutos de la recaída. “Minutos”, porque ya no tengo alcohol en casa y agenciarme una cerveza me obligaba a vestirme y salir... Aunque en realidad no era una cerveza lo que me apetecía, sino pasarme el resto del día bebiendo en el sofá como antaño.

Como dije en mi entrada anterior, esa sensación había surgido ya durante mi “jamacuco” psicosomático, e imagino que siguió flotando por alguna parte de mi cerebro alcohólico. Porque el detonante no pudo ser más trivial. Mientras trabajaba con calma en el proyecto de “voluntariado” que tenía atravesado, se me desconfiguró el wifi y en el servicio de atención al cliente de mi operadora no sabían cómo resolverlo. En algún momento me vi – mejor dicho, me oí – chillando improperios como había hecho tantas veces en el pasado (normalmente siempre en llamadas telefónicas de ese tipo) y decidí que en cuanto colgara me iría a beber.

Por suerte, una vez que se resolvió el problema de la conexión y de camino a arreglarme para salir, tuve el brillante impulso de llamar a la compañera de AA que me había acompañado el primer día. Le hablé del estrés de los últimos días, al que en gran medida me había abocado yo solita al querer abarcar demasiado, y también del otro motivo de ansiedad, al que había prestado poca atención, pero que obviamente había colonizado mi subconsciente: la cita burocrática del viernes siguiente (faltaban aún seis días) que ya tenía concertada. La conversación me tranquilizó lo suficiente como para olvidar mi impulso suicida y hacer tiempo estoicamente hasta la hora de ir a la reunión de AA, de la que regresé aliviada.

Sin embargo, a la mañana siguiente me desperté furiosa por la dichosa cita burocrática y decidí que no sólo había un modo de postergarla un par de meses (lo cual conseguí), sino que era imprescindible que lo hiciera; de lo contrario, acabaría bebiendo compulsivamente al salir. Es decir, ante este claro “detonante” sólo cabía la evitación. Aun así, seguía furiosa... Y de repente me asaltó una revelación que me conmocionó: fue a raíz de las numerosas y absurdas citas en ese organismo tres años antes cuando empecé a beber compulsivamente. Y eso reavivó como una llaga sangrante todo el resentimiento que ya tenía contra las personas involucradas, a quienes había acusado ya en su momento (en denuncias oficiales que no obtuvieron respuesta) de “destrozarme la vida”. A la vez, era consciente de que no debía quedarme estancada “ahí”, en ese rincón de rabia y autocompasión.

Por la noche fui una vez más a la reunión de AA (empezaba a coleccionarlas como cromos) y solté toda mi rabia (en un discurso sospecho que bastante incoherente), aunque yo misma puntualicé que ese organismo no era el único “culpable” de mi adicción; que si me dio por el alcohol y no, por ejemplo, por atiborrarme a helado, fue porque ya estaba predispuesta a ello. Me alivió descargarlo todo en ese entorno, pero lo que más me ayudó fue una imagen casual. Después de la reunión vi a un compañero en lo alto de la escalera y me dio vértigo (es una escalera que sólo puede describirse como “asesina”)... Y entonces pensé que, si yo me colocara ahí, no haría falta que me empujaran, que bastaría con un soplo de aire para despeñarme... Y que fue eso lo que ocurrió en aquella etapa: yo ya iba camino de “cruzar la línea” (creo que todavía no la había cruzado, aunque es imposible delimitarlo con certeza) y aquellas citas “traumáticas” no fueron más que ese “soplo”.

Sin embargo, la tranquilidad que sentí tras esta reunión duró poco. Dos días después acepté un proyecto de trabajo y, el subsiguiente, otro más para el mismo cliente. El hacer los dos dentro del plazo estipulado me obligaría a encerrarme durante cinco días, como había hecho tantas veces en el pasado. Estuve un día entero trabajando a presión, con taquicardia perpetua, y esa noche, repentinamente, me asaltó una sospecha (algo paranoica, confieso) con respecto a otro papeleo que llevaba unas semanas gestionando a distancia y con intermediarios. Tras una larga noche en la que me costó dormir, tomé tres decisiones: 1) Urdir un plan maquiavélico para aliviar dichas sospechas (que resultó exitoso); 2) Cancelar el segundo proyecto de trabajo, lo que no sólo me haría perder los ingresos de ese proyecto (que necesitaba urgentemente porque llevaba varios meses facturando muy poco), sino posiblemente también a ese cliente para siempre; y (ésta aparentemente más trivial) 3) Tirar todo el chocolate negro que tenía en casa, porque llevaba varios días comiendo cuadraditos uno a uno, o dos a dos, después de las comidas... del mismo modo compulsivo en que antes tomaba chupitos, y también con efectos adversos sobre mi sistema digestivo.

Y de repente tuve otra revelación conmocionante: antes, cuando bebía, habría podido asumir los dos proyectos e incluso habría agradecido la excusa para pasarme cinco días encerrada en casa sin hacer otra cosa que trabajar – beber – trabajar – beber (nunca simultáneamente). Me embargó una profunda desolación y, al borde del llanto, volví a pensar en emborracharme.

Esta vez llamé a otro compañero que me había dado su teléfono unos días antes y que había hecho comentarios útiles sobre mi crisis, además de aludir a la necesidad de agenciarme un “padrino”. De nuevo, me tranquilizó hablar sobre lo que me ocurría. Además de aceptar ser mi padrino, me dio algunos consejos prácticos, como tomar un vaso de agua con azúcar, porque la ansiedad tiene mucho que ver con la necesidad de glucosa que tiene nuestro cuerpo alcohólico. (No tomé el agua con azúcar, pero sí una galleta y desde entonces a media mañana siempre como algo dulce.) También me di cuenta, durante la conversación, de que, si bien había incurrido en una innecesaria, e injustificada, paranoia con el tema del “papeleo”, la resolví con un plan maquiavélico en lugar de soltándoles “vómitos” a las personas implicadas, como sí habría ocurrido unos meses antes, algo de lo que debía congratularme.

Seguí reflexionando y entendí por fin cuál había sido, fue y seguía siendo mi principal detonante: la falta de control.  Empecé a beber más de lo habitual hace siete años cuando, por cuestiones familiares, perdí todo control sobre mi vida. La bebida se volvió compulsiva hace tres, cuando la depresión que arrastraba desde entonces se vio agravada por el mencionado organismo burocrático. Y mis dos “casi” desde el inicio de mi proceso de recuperación los había provocado la falta de control, sobre burocracias, trabajo o tecnología.

Es decir: bebía para soportar la “ingobernabilidad” de mi vida, pero paradójicamente el alcohol la volvía aún más “ingobernable”, lo cual me llevaba a beber todavía más. Y ahora que había empezado a “gobernarla”, las pérdidas de control me llevaban a desear, malsanamente, la “ingobernabilidad” total . Un círculo vicioso – éste sí – de muy difícil solución.

Mes 2: De la “nube rosa” a la montaña rusa

El Mes 2 tuvo dos etapas diferenciadas: una, durante la cual me sentía flotando en una “nube de rosa” (fue precisamente por entonces cuando conocí esta expresión) y, otra, en la que empecé a sufrir pequeños desalientos, dudas y turbulencias.

La etapa de la “nube rosa” vino dada por la progresiva y casi total superación de mis problemas digestivos: por fin podía comer en cantidad suficiente - por suerte, porque empezaba a parecer una radiografía ambulante - sin “llenarme” y, además, estaba haciéndolo de manera infinitamente más sana que antes y con el placer que me reportaba el prepararme platos más elaborados, para lo cual seguí comprando artilugios de cocina y visitando supermercados. Curiosamente, no volví (ni he vuelto) a comer absolutamente nada de lo que comía antes, incluso lo (poco) que entonces disfrutaba, supongo que porque una parte de mí quiere borrar en la medida de lo posible todo lo relacionado con mi época de alcohólica activa.

A ello se sumó la cimentación de las recientes conquistas (relativa “serenidad”, lectura, escritura y salidas vespertinas) y el logro de otras nuevas.

Como mencioné en la entrada sobre la Semana 1, una de mis herramientas para evitar la tentación de beber fue no encender la tele. Al principio pensaba hacerlo sólo un par de semanas, pero pronto me di cuenta de que tenerla encendida prácticamente todo el día no sólo estaba asociado a mi consumo de alcohol, sino que de hecho había sido un paso previo: empecé viendo la tele para “matar el tiempo” (en los inicios de mi Depresión) y más tarde empecé a beber mientras la veía para crearme la (falaz) sensación de que estaba “haciendo algo”. Seguí, por tanto, con las series de Internet después del almuerzo y de la cena, pero había un vacío a la hora de comer, pues desde tiempo inmemorial comía siempre viendo el telediario y ahora no podía más que mirar a la pared y/o reflexionar. Hasta que un día decidí que podía llenar ese vacío leyendo la prensa, lo cual me permitiría, además, mantenerme informada sobre la actualidad. Y ha resultado una grata experiencia: de alguna manera he reemplazado la idea de “una buena comida con un buen vino” con la de “una buena comida con una buena lectura”.

Por otra parte, como comenté en la entrada “Día D+1”, yo pensaba que no le había hecho daño a nadie con mi alcoholismo, puesto que no tengo familia ni pareja. Pero pronto me lo replanteé. Cierto que no había causado el enorme daño que l@s alcohólic@s les suelen causar a p/madres, hij@s o parejas (hablo de primera mano porque mi padre era alcohólico), pero en la última época les había lanzado “vómitos” por correo o por Whatsapp a vari@s amig@s, normalmente en condiciones de rumia obsesiva y con bastante alcohol en el cuerpo. Ya durante la segunda semana de abstinencia le había pedido disculpas a una persona cercana, no para retomar la relación (me había hecho mucho daño), sino porque mis “vómitos” eran injustificados. Y ahora me disculpé con varias personas más, incluidas algunas de las que no me había distanciado. Una de ellas me contestó: “¡Qué proceso tan doloroso pero tan bonito el que estás viviendo!”

Y sin embargo... Cuando más feliz me sentía, me caí de la “nube rosa” y me monté en una “montaña rusa”. 

Primero fue mi segunda “crisis de fe” en AA, de la que hablé pormenorizadamente en la entrada “¿No apto para ateos y ateas?” 

Luego fue otra minicrisis muy distinta. Salí a comer con una amiga y, tras el almuerzo, propuso ir a otro sitio a “tomar algo”... que en mi caso era a “tomar nada”, porque para entonces sólo bebía agua (había eliminado la tónica porque contribuía a mis problemas digestivos) y ya había bebido suficiente con el almuerzo; además, el local se prestaba para una (deliciosa) copa de licor de hierbas. Durante el tiempo que estuvimos allí me sentí aburrida, amodorrada e impaciente por volver a casa, fumando un cigarro tras otro como sustituto del ejercicio de tomar lo-que-fuera. Y esta desazonante sensación se encadenó luego con otra más desazonante aún. Siempre me había parecido “aburrida” la gente que no bebía (aunque yo no me aburriese con ella) y me gustaba mi autoimagen de fumadora y bebedora (tengo infinidad de fotos con un cigarro y/o una copa de vino en la mano)... De repente me vi yo también como una persona aburrida y, rebobinando mis últimas salidas, se me ocurrió que también estaba más “apagada” que antes. No porque el alcohol me desinhibiese (desde mi temprana juventud nunca he sido tímida, con o sin alcohol de por medio), sino porque tenía la impresión de que la abstinencia me había robado cierta “chispa” de vitalidad en la que residía gran parte de mi “atractivo” como persona... y como mujer. Le comenté mi inquietud a una amiga y me dijo que en absoluto me veía “apagada”, sino, al contrario, más “modulada” y todavía sonriente o riente cuando correspondía. Concluí, pues, que mi desazón era una de las muchas distorsiones de la percepción que nos creamos l@s alcohólic@s y que, a su vez, nos sirven de pretexto para beber.

Pero las turbulencias no habían terminado. Una semana después, a punto de cumplir mi segundo mes de abstinencia, empecé a tener muchísima ansiedad. Y me di cuenta de que estaba exigiéndome demasiado. Quería, como leí en un extracto de la literatura de AA, hacerlo todo “antes del sábado que viene”: leerlo todo, escribirlo todo, (aprender a) cocinarlo todo, comprarlo todo... Me había ofrecido como voluntaria para un proyecto (no remunerado) relacionado con mi profesión e ideé otros dos proyectos propios, uno relativamente sencillo y otro supercomplicado... Cuando le hablé de mi ansiedad y de mis proyectos a mi amigo “ex”-alcohólico de fuera, me dijo que quienes somos hiperactiv@s corremos el riesgo de sustituir la compulsión del alcohol por la de la actividad constante. Y, en efecto, yo siempre había sido hiperactiva... hasta que la Depresión me llevó al otro extremo, el de la hipoactividad total, y ahora estaba cayendo de nuevo en el primer extremo.

Decidí, pues, que tenía que “parar”: pospuse el incipiente proyecto “sencillo” para mayo y deseché el complicado. Pero era demasiado tarde. Uno de los proyectos de “voluntariado” me estaba resultando muy difícil y quería quitármelo de encima YA, no sólo porque me frustraba y estresaba no estar cumpliendo con el “compromiso” que yo misma me había creado, sino porque, además, me recordaba a un proyecto del pasado que me había generado una profunda sensación de fracaso. A ello se sumó un contratiempo burocrático (también con reminiscencias de mi pasado oscuro) y la mezcla desembocó en mi primer “jamacuco psicosomático” desde que dejara de beber. 

Pasé dos días físicamente fatal y sin poder hacer nada más que ver series... y rememoré con algo así como “nostalgia” la época en la que casi todos mis días consistían en estar tirada en el sofá sin responsabilidades ni obligaciones, un comportamiento que el alcohol me permitía (inconscientemente) justificar (no me dejaba energía para nada más) y a la vez, en un círculo vicioso infernal, potenciaba.

Al tercer día me levanté recuperada y me puse, más tranquila, con el proyecto “pesado”... hasta que un contratiempo en apariencia banal (la desconfiguración de la conexión a Internet) provocó mi primera Crisis de Abstinencia seria. 



Más sobre el proselitismo religioso de Alcohólicos Anónimos y sus ataques contra ateos y ateas


Hace unas semanas colgué una entrada sobre mis dificultades para gestionar la insistencia de AA en el “Poder Superior” y la solución a dichas dificultades que me había ofrecido un compañero. Desde entonces descubrí que en mi grupo hay otro ateo, el cual lleva más de cinco años sin beber, y eso también me tranquilizó: ni va a ser imposible mantenerme sobria sin renunciar a mi ateísmo, ni la sobriedad (si llego a alcanzarla) me va a volver forzosamente creyente.

Hasta ayer... Cuando de nuevo tuve que chuparme una reunión de pura catequesis y que no casualmente fue la primera en la que volví a coincidir con el tipo (a éste no lo puedo describir como “compañero”, porque su compañerismo brilla por su ausencia) al que llamo El Fanático Religioso.

Al principio de la reunión el moderador pasó extractos de la literatura de AA, que, como siempre, estaban plagados de referencias a Dios y el “Poder Superior”, pero también mencionaban cuestiones relevantes sobre el alcoholismo: la “obstinación”, el “egoísmo” (en su doble vertiente de “egocentrismo” y “autoconmiseración”) y el riesgo de querer alcanzar la sobriedad demasiado pronto (“antes del sábado que viene”), aspectos todos ellos que yo podría haber elaborado para entender las turbulencias en que las que llevo sumida desde hace casi dos semanas (y de las que todavía no he hablado en este blog).

Pero no... El primero en pedir la palabra fue El Fanático Religioso. Tal como había decidido la última vez que me “amenazó” personalmente, me levanté y me fui a fumar a la cocina, desde donde no podía oír más que las palabras “el Poder Superior” (como todo iluminado, alza la voz cada vez que menciona su obsesión).

Volví al salón cuando el turno de palabra pasó a otro compañero, precisamente el único otro ateo del grupo. Su intervención puso el dedo sobre varias llagas: Si para alcanzar la sobriedad basta con un “Poder Superior”, ¿entonces por qué acudimos al grupo? Y si es el grupo lo que nos ayuda, ¿por qué tanta insistencia en el “Poder Superior”? Dijo también que es por esa insistencia por lo que muchas personas consideran a AA como una secta y mencionó las “amenazas” que él había recibido al principio y que sin embargo no se hicieron realidad: cinco años después, no ha vuelto a beber y sigue siendo no creyente. Despedazó, con un tono sarcástico que yo no me habría atrevido a utilizar (al fin y al cabo soy “la nueva”) pero que agradecí y aplaudí mentalmente, uno de los extractos de la lectura, mientras El Fanático Religioso (y algun@s otr@s) exhibía una sonrisita burlona y autosuficiente... Finalmente el moderador lo cortó. Cierto que se estaba extendiendo demasiado, pero también lo hizo El Fanático Religioso (su intervención duró el tiempo que me lleva fumarme un cigarro entero, es decir, unos diez minutos) y muchas veces lo han hecho otr@s (incluida yo) hablando de otros temas, y a nadie se había silenciado nunca... hasta ayer.

Lo demás, como ya dije, pura catequesis... Un compañero, normalmente bastante ecuánime y respetuoso, reprendió al compañero ateo por su “falta de respeto” (y yo me pregunto: ¿no es también una falta de respeto atacar al (casi) único disidente?). Otros hablaron de su “curación” gracias al “Poder Superior”. Yo había pedido turno de palabra durante la intervención del compañero ateo, pero no me llegaba la vez. Y cuando la enésima persona no sólo habló de su “despertar espiritual”, sino que repitió la “amenaza” del Fanático – “Es imposible dejar de beber si no tienes fe” –, me levanté y me fui, indignada y también frustrada porque en setenta (70) minutos no se había hablado para nada del tema que se supone que nos une: el alcoholismo y cómo superarlo.

Intenté no “rumiar” como las otras veces, de las que ya di cuenta en este blog. Me dije que, al fin y al cabo, había salido de casa con mucha ansiedad y el sólo hecho de ir hasta el centro de reunión y la media hora de charla durante la pre-reunión la habían mitigado. Pero no bastó. La rabia seguía ahí, y sustituir la ansiedad por la rabia no me ayuda para nada en mi recuperación. Y decidí que la próxima vez que aparezca el Susodicho Fanático no me bastará con abandonar el salón durante su intervención, sino que tendré que irme directamente a casa.

Lo más triste es que, a lo largo de las cuatro semanas en las que (afortunadamente) no coincidí con él, había llegado a conclusiones tranquilizadoras respecto al tema “religioso”:

1) No todo el mundo sigue el “programa” de AA a rajatabla: aparte de descubrir que no soy la única atea del grupo, otro compañero criticó un día el desprecio de much@s miembr@s por la medicina y la psicoterapia, y habló de sus “tres [y no doce] pasos”, el primero, que coincide con el de AA, y otros dos de su propia cosecha que no mencionaban a ningún dios, y concluí que, si bien ésos en concreto no me resultaban útiles, en el futuro yo también podría acabar diseñando los míos.

2) Un día caí en la cuenta, con enorme sorpresa, de que en las conversaciones de las pre-reuniones nadie, absolutamente nadie, habla de un dios o “Poder Superior”, aunque el alcoholismo, sin ser el único tema, es uno de los más recurrentes. Concluí que de alguna manera, cuando entran en “modo reunión”, much@s se sienten (inconscientemente) obligad@s a mencionarlo.

3) Concluí también que el hecho de que tant@s compañer@s digan que cuando entraron a AA no eran creyentes pero al cabo de equis meses o años descubrieron su “Poder Superior” podía ser algo muy distinto a una creencia propiamente religiosa: por ejemplo, el momento en que por primera vez se sintieron fuertes en su lucha contra el alcohol y con la “serenidad” de la que habla la “frase de la ídem”, y que, a causa del “lavado de cerebro” al que han estado sometid@s, identifican con un “despertar espiritual”.

Pero ahora esa tranquilidad se ha vuelto a tambalear. Yo hago el esfuerzo de ir a las reuniones (últimamente estaba yendo con mucha más frecuencia, a veces en lugar de otras actividades de tipo cultural o social que me interesan y a las que ahora ya me siento con fuerzas para asistir) porque necesito apoyo y refuerzo para mi recuperación: escuchar las experiencias – no “místicas”, sino terrenales – de l@s demás y contar las mías, no sólo para “descargar” (que también), sino porque el verbalizarlas en público me ayuda a reflexionar sobre ellas. Y cuando toda la reunión gira en torno a la religión, es una pérdida total y absoluta de tiempo.

Y no lo digo sólo por mi rechazo a todo lo religioso/“espiritual”: tampoco me resultaría útil una reunión en la que se hablara exclusivamente de por qué no se debe votar al PP (aunque ello fuera acorde con mi ideología política) o de la importancia de la lucha feminista (ídem). Porque estas cuestiones se pueden abordar en otros lugares, mientras que, como su nombre indica, Alcohólicos Anónimos es la única organización presuntamente dedicada al tema del alcoholismo. En días como ayer, muy, pero que muy presuntamente. Al fin y al cabo, se presupone que l@s compañer@s recuperad@s tienen el “deber” de animarnos a quienes empezamos el proceso, y no amenazarnos, lo cual me parece una grave violación de la (presunta) misión de AA.

(Mucho me temo que...) Continuará...

Semana 4: Rumias, miedo... y un inmenso alivio

La semana 4 estuvo marcada por dos sentimientos independientes uno de otro. Por un lado, la irritación con AA provocada por la última reunión, que me llevó a “rumiar y rumiar” como no lo había hecho desde que dejara de beber (el “rumiar” preocupaciones y resentimientos durante días enteros, a menudo hablando sola en voz alta, era uno de los efectos colaterales de mi alcoholismo, que indefectiblemente, a partir de cierto nivel de consumo, me llevaba a lanzar “vómitos” por teléfono o por Whatsapp). Y, por el otro, la enorme angustia por el tema médico: el engorro de las diversas visitas que tendría que hacer y el pánico a enfrentarme con un diagnóstico “grave”, relacionado o no con el alcohol, precisamente ahora que en gran medida había recuperado las ganas de vivir.

Pese a ello – o quizás precisamente por ello – decidí que debía volcar la experiencia (toda, la buena y la mala) de mi proceso de recuperación por escrito. En principio en un blog (éste que estás leyendo, aunque básicamente está destinado a mí misma) y en el futuro tal vez de otra manera más literaria. Me puse a ello y le dediqué bastante tiempo a lo largo de la semana, con lo cual recuperé también otro antiguo placer arrinconado: la escritura.

Y esa semana hubo aun otra pequeña conquista: volver a cocinar por primera vez en veinte años. Hasta unos tres años atrás, sencillamente no tenía tiempo a hacerlo debido a mis horarios laborales y al exceso de trabajo, pero desde entonces mi dinámica laboral había cambiado y habría podido dedicar la hora (mínimo) que dedicaba a beber cerveza antes de almuerzo a prepararme un ídem decente. Ahora se trataba de una cuestión de supervivencia: tenía que comer “sano” para intentar resolver mis problemas digestivos. El resultado de mis esfuerzos no era especialmente gratificante, ya que seguía sin poder “tragar” la comida, pero empecé a ilusionarme con la perspectiva de que, cuando lograse (si lo lograba) superar dichos problemas, empezaría a prepararme comidas apetecibles y algo más elaboradas, recuperando así otro antiguo placer arrinconado (mucho antes de arrinconar el de la escritura). Hice una gran compra de artilugios básicos de cocina y seguí explorando supermercados en busca alimentos nuevos.

El jueves recogí los resultados de la analítica y descubrí, con un inmenso alivio, que los únicos marcadores que estaban fuera de los límites normales eran el hierro sérico y el índice de saturación del mismo. Es decir, tenía una anemia ferropénica – por primera vez en mi vida, pese a haber sido siempre extremadamente delgada –, pero no parecía haber otros trastornos. Al día siguiente lo confirmé en una conversación telefónica con el médico: salvo eso, todo estaba dentro de la normalidad y por tanto no necesitaría medicación para “desintoxicarme”; sólo comprimidos de hierro durante un mes y cuidar mi alimentación. Aun así, toda esa experiencia me hizo confrontar sin ambages el enorme daño que el alcohol había causado a mi cuerpo... y no sólo a mi mente, como pensaba en los días previos al abandono de la bebida.

El fin de semana asistí a otra reunión de AA, con muchas prevenciones por si se repetían comentarios/“amenazas” como los de la anterior. Pero fue una reunión “normal y corriente” y, gracias a ello, acabé esa cuarta semana (el casi-primer-mes) de abstinencia con sensación de alivio y – lo más importante – de esperanza.