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Y la(s) Crisis


Justo la mañana en que se cumplían dos meses desde mi último día de alcoholismo activo estuve a unos minutos de la recaída. “Minutos”, porque ya no tengo alcohol en casa y agenciarme una cerveza me obligaba a vestirme y salir... Aunque en realidad no era una cerveza lo que me apetecía, sino pasarme el resto del día bebiendo en el sofá como antaño.

Como dije en mi entrada anterior, esa sensación había surgido ya durante mi “jamacuco” psicosomático, e imagino que siguió flotando por alguna parte de mi cerebro alcohólico. Porque el detonante no pudo ser más trivial. Mientras trabajaba con calma en el proyecto de “voluntariado” que tenía atravesado, se me desconfiguró el wifi y en el servicio de atención al cliente de mi operadora no sabían cómo resolverlo. En algún momento me vi – mejor dicho, me oí – chillando improperios como había hecho tantas veces en el pasado (normalmente siempre en llamadas telefónicas de ese tipo) y decidí que en cuanto colgara me iría a beber.

Por suerte, una vez que se resolvió el problema de la conexión y de camino a arreglarme para salir, tuve el brillante impulso de llamar a la compañera de AA que me había acompañado el primer día. Le hablé del estrés de los últimos días, al que en gran medida me había abocado yo solita al querer abarcar demasiado, y también del otro motivo de ansiedad, al que había prestado poca atención, pero que obviamente había colonizado mi subconsciente: la cita burocrática del viernes siguiente (faltaban aún seis días) que ya tenía concertada. La conversación me tranquilizó lo suficiente como para olvidar mi impulso suicida y hacer tiempo estoicamente hasta la hora de ir a la reunión de AA, de la que regresé aliviada.

Sin embargo, a la mañana siguiente me desperté furiosa por la dichosa cita burocrática y decidí que no sólo había un modo de postergarla un par de meses (lo cual conseguí), sino que era imprescindible que lo hiciera; de lo contrario, acabaría bebiendo compulsivamente al salir. Es decir, ante este claro “detonante” sólo cabía la evitación. Aun así, seguía furiosa... Y de repente me asaltó una revelación que me conmocionó: fue a raíz de las numerosas y absurdas citas en ese organismo tres años antes cuando empecé a beber compulsivamente. Y eso reavivó como una llaga sangrante todo el resentimiento que ya tenía contra las personas involucradas, a quienes había acusado ya en su momento (en denuncias oficiales que no obtuvieron respuesta) de “destrozarme la vida”. A la vez, era consciente de que no debía quedarme estancada “ahí”, en ese rincón de rabia y autocompasión.

Por la noche fui una vez más a la reunión de AA (empezaba a coleccionarlas como cromos) y solté toda mi rabia (en un discurso sospecho que bastante incoherente), aunque yo misma puntualicé que ese organismo no era el único “culpable” de mi adicción; que si me dio por el alcohol y no, por ejemplo, por atiborrarme a helado, fue porque ya estaba predispuesta a ello. Me alivió descargarlo todo en ese entorno, pero lo que más me ayudó fue una imagen casual. Después de la reunión vi a un compañero en lo alto de la escalera y me dio vértigo (es una escalera que sólo puede describirse como “asesina”)... Y entonces pensé que, si yo me colocara ahí, no haría falta que me empujaran, que bastaría con un soplo de aire para despeñarme... Y que fue eso lo que ocurrió en aquella etapa: yo ya iba camino de “cruzar la línea” (creo que todavía no la había cruzado, aunque es imposible delimitarlo con certeza) y aquellas citas “traumáticas” no fueron más que ese “soplo”.

Sin embargo, la tranquilidad que sentí tras esta reunión duró poco. Dos días después acepté un proyecto de trabajo y, el subsiguiente, otro más para el mismo cliente. El hacer los dos dentro del plazo estipulado me obligaría a encerrarme durante cinco días, como había hecho tantas veces en el pasado. Estuve un día entero trabajando a presión, con taquicardia perpetua, y esa noche, repentinamente, me asaltó una sospecha (algo paranoica, confieso) con respecto a otro papeleo que llevaba unas semanas gestionando a distancia y con intermediarios. Tras una larga noche en la que me costó dormir, tomé tres decisiones: 1) Urdir un plan maquiavélico para aliviar dichas sospechas (que resultó exitoso); 2) Cancelar el segundo proyecto de trabajo, lo que no sólo me haría perder los ingresos de ese proyecto (que necesitaba urgentemente porque llevaba varios meses facturando muy poco), sino posiblemente también a ese cliente para siempre; y (ésta aparentemente más trivial) 3) Tirar todo el chocolate negro que tenía en casa, porque llevaba varios días comiendo cuadraditos uno a uno, o dos a dos, después de las comidas... del mismo modo compulsivo en que antes tomaba chupitos, y también con efectos adversos sobre mi sistema digestivo.

Y de repente tuve otra revelación conmocionante: antes, cuando bebía, habría podido asumir los dos proyectos e incluso habría agradecido la excusa para pasarme cinco días encerrada en casa sin hacer otra cosa que trabajar – beber – trabajar – beber (nunca simultáneamente). Me embargó una profunda desolación y, al borde del llanto, volví a pensar en emborracharme.

Esta vez llamé a otro compañero que me había dado su teléfono unos días antes y que había hecho comentarios útiles sobre mi crisis, además de aludir a la necesidad de agenciarme un “padrino”. De nuevo, me tranquilizó hablar sobre lo que me ocurría. Además de aceptar ser mi padrino, me dio algunos consejos prácticos, como tomar un vaso de agua con azúcar, porque la ansiedad tiene mucho que ver con la necesidad de glucosa que tiene nuestro cuerpo alcohólico. (No tomé el agua con azúcar, pero sí una galleta y desde entonces a media mañana siempre como algo dulce.) También me di cuenta, durante la conversación, de que, si bien había incurrido en una innecesaria, e injustificada, paranoia con el tema del “papeleo”, la resolví con un plan maquiavélico en lugar de soltándoles “vómitos” a las personas implicadas, como sí habría ocurrido unos meses antes, algo de lo que debía congratularme.

Seguí reflexionando y entendí por fin cuál había sido, fue y seguía siendo mi principal detonante: la falta de control.  Empecé a beber más de lo habitual hace siete años cuando, por cuestiones familiares, perdí todo control sobre mi vida. La bebida se volvió compulsiva hace tres, cuando la depresión que arrastraba desde entonces se vio agravada por el mencionado organismo burocrático. Y mis dos “casi” desde el inicio de mi proceso de recuperación los había provocado la falta de control, sobre burocracias, trabajo o tecnología.

Es decir: bebía para soportar la “ingobernabilidad” de mi vida, pero paradójicamente el alcohol la volvía aún más “ingobernable”, lo cual me llevaba a beber todavía más. Y ahora que había empezado a “gobernarla”, las pérdidas de control me llevaban a desear, malsanamente, la “ingobernabilidad” total . Un círculo vicioso – éste sí – de muy difícil solución.

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