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Semana 4: Rumias, miedo... y un inmenso alivio

La semana 4 estuvo marcada por dos sentimientos independientes uno de otro. Por un lado, la irritación con AA provocada por la última reunión, que me llevó a “rumiar y rumiar” como no lo había hecho desde que dejara de beber (el “rumiar” preocupaciones y resentimientos durante días enteros, a menudo hablando sola en voz alta, era uno de los efectos colaterales de mi alcoholismo, que indefectiblemente, a partir de cierto nivel de consumo, me llevaba a lanzar “vómitos” por teléfono o por Whatsapp). Y, por el otro, la enorme angustia por el tema médico: el engorro de las diversas visitas que tendría que hacer y el pánico a enfrentarme con un diagnóstico “grave”, relacionado o no con el alcohol, precisamente ahora que en gran medida había recuperado las ganas de vivir.

Pese a ello – o quizás precisamente por ello – decidí que debía volcar la experiencia (toda, la buena y la mala) de mi proceso de recuperación por escrito. En principio en un blog (éste que estás leyendo, aunque básicamente está destinado a mí misma) y en el futuro tal vez de otra manera más literaria. Me puse a ello y le dediqué bastante tiempo a lo largo de la semana, con lo cual recuperé también otro antiguo placer arrinconado: la escritura.

Y esa semana hubo aun otra pequeña conquista: volver a cocinar por primera vez en veinte años. Hasta unos tres años atrás, sencillamente no tenía tiempo a hacerlo debido a mis horarios laborales y al exceso de trabajo, pero desde entonces mi dinámica laboral había cambiado y habría podido dedicar la hora (mínimo) que dedicaba a beber cerveza antes de almuerzo a prepararme un ídem decente. Ahora se trataba de una cuestión de supervivencia: tenía que comer “sano” para intentar resolver mis problemas digestivos. El resultado de mis esfuerzos no era especialmente gratificante, ya que seguía sin poder “tragar” la comida, pero empecé a ilusionarme con la perspectiva de que, cuando lograse (si lo lograba) superar dichos problemas, empezaría a prepararme comidas apetecibles y algo más elaboradas, recuperando así otro antiguo placer arrinconado (mucho antes de arrinconar el de la escritura). Hice una gran compra de artilugios básicos de cocina y seguí explorando supermercados en busca alimentos nuevos.

El jueves recogí los resultados de la analítica y descubrí, con un inmenso alivio, que los únicos marcadores que estaban fuera de los límites normales eran el hierro sérico y el índice de saturación del mismo. Es decir, tenía una anemia ferropénica – por primera vez en mi vida, pese a haber sido siempre extremadamente delgada –, pero no parecía haber otros trastornos. Al día siguiente lo confirmé en una conversación telefónica con el médico: salvo eso, todo estaba dentro de la normalidad y por tanto no necesitaría medicación para “desintoxicarme”; sólo comprimidos de hierro durante un mes y cuidar mi alimentación. Aun así, toda esa experiencia me hizo confrontar sin ambages el enorme daño que el alcohol había causado a mi cuerpo... y no sólo a mi mente, como pensaba en los días previos al abandono de la bebida.

El fin de semana asistí a otra reunión de AA, con muchas prevenciones por si se repetían comentarios/“amenazas” como los de la anterior. Pero fue una reunión “normal y corriente” y, gracias a ello, acabé esa cuarta semana (el casi-primer-mes) de abstinencia con sensación de alivio y – lo más importante – de esperanza.

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