Seguidores

Semana 3: Tormenta orgánica y primeras nubecillas relacionadas con Alcohólicos Anónimos


Pese a la nubecilla de los problemas digestivos, empecé la semana con la satisfacción de la segunda semana cumplida y la alegría de todos los 7-8 de enero por el fin de las detestadas fiestas navideñas.

Esa semana marqué nuevos hitos, con mis primeras salidas nocturnas con amig@s (tres en total) desde que dejara el alcohol. Contrariamente a lo que esperaba, no sentí una gran tentación de beber; es más, cuando me llegaban efluvios de los vinos ajenos, sentía una especie de “asco”. Lo verdaderamente difícil era pasarme tres, cuatro o cinco horas a pura agua: aparte de alcohol y alguna tónica suelta, nunca he bebido otra cosa – ni refrescos, ni zumos, ni infusiones, ni café (salvo por las mañanas y, hasta que lo eliminé el día 25 para evitar la asociación con los chupitos, después del almuerzo) – y suficiente agua bebía yo ya en casa, donde siempre tengo un botellín a mano (y lo tenía también en la época oscura del exceso de alcohol). Sentía un enorme desasosiego, sobre todo en mis desocupadas manos que ya no podían entretenerse cogiendo una y otra vez la copa de vino, que intentaba calmar fumando más que de costumbre.

También dediqué dos tardes a la lectura y una a ver una película en Internet, otra de las actividades gratificantes que había abandonado en los últimos años, en favor de la tele que la mayor parte del tiempo ni siquiera veía y de series policíacas que por lo general no me hacían “pensar” demasiado.

A mitad de semana, sin embargo, se produjo la debacle... en este caso física. Sufrí un “jamacuco” intestinal similar al de la semana anterior, pero mucho más grave y de dos días de duración, y empecé a preocuparme seriamente. Había comentado mis dificultades para comer/digerir en las reuniones de AA, pero nadie parecía haber pasado por nada similar... Busqué obsesivamente en Internet y no encontraba en ningún sitio (ni en páginas de divulgación general ni en páginas propiamente médicas) que ése fuera un síntoma del síndrome de abstinencia... Intenté hablar con l@s dos compañer@s que me habían dado su teléfono el primer día, pero no me apoyaron para nada con este tema, lo cual me decepcionó profundamente... (Más tarde descubriría que much@s miembr@s de AA rechazan abiertamente cualquier intervención médica o psicoterapéutica en el proceso de dejar de beber, pese a asumir que “lo nuestro” es una enfermedad; esto lo comentaré en más detalle en alguna entrada futura.)

Finalmente, al tercer día, cuando, aun sintiéndome un poco mejor físicamente, me hallaba al borde de la desesperación, me puse en contacto con un médico especialista en drogodependencia. Hablé con él casi una hora por teléfono y me quedé a medias tranquilizada y a medias aterrada. Tranquilizada, porque al parecer esta sintomatología es bastante común, debido a que el alcohol trastorna todo el sistema metabólico y por tanto, también lo hace el proceso de abstinencia; ello significaba, pues, que mi problema tenía solución. Y, a la vez, aterrada, porque me dijo necesitaba hacerme una analítica y, dependiendo de los resultados, tal vez tomar medicación para “desintoxicarme”, algo que nunca había contemplado porque, aunque era muy consciente de que me había vuelto adicta, mi nivel de consumo no era comparable al de quienes beben, por ejemplo, botellas enteras de whisky. Me aterraba tener que tomar medicación de tipo neurológico (no me especificó cuál sería, pero eso deduje) y también la posibilidad de que ahora que por fin, tras largos años de desolación, empezaba a recuperar las ganas de vivir, la analítica me revelara alguna grave enfermedad (llevaba casi tres años sin hacerme ninguna revisión médica). En suma, si hasta entonces me congratulaba por no haber tenido un “mono” muy fuerte, ahora me vi obligada a confrontar que sí lo tenía, sólo que era más orgánico que psicológico, más “infraconsciente” que consciente o incluso subconsciente, lo cual era más aterrador si cabe.

Esa misma tarde fui a una tienda para comprar utensilios de cocina, con vistas a prepararme comiditas sanas y no la porquería precocinada con la que llevaba varios años alimentándome, y luego a un pequeño supermercado para comprar dichas comiditas, algunas semi-precocinadas y otras frescas. Pero seguía asustada, muy asustada.

Y ahí no acabó la mala semana, pues a la tormenta orgánica y a la nubecilla de decepción por la actitud de AA ante la cuestión médica, se sumó otra más relacionada con la asociación: de la siguiente reunión, ese mismo fin de semana, salí profundamente irritada porque toda ella giró, de manera doctrinaria y adoctrinante, en torno al “Poder Superior” (ver la entrada “¿No apto para ateos y ateas?”, donde desarrollo esta cuestión en más detalle).

Como resultado, el día siguiente lo pasé sumida en una profunda depresión, como no había sentido desde mi último día de consumo de alcohol, exactamente tres semanas antes.

Semana 2: Primeros beneficios tangibles y una pequeña nubecilla


La semana 2, que casualmente coincidió con el principio del nuevo año, empezó con la satisfacción de la semana cumplida, pero también con una enorme ansiedad los dos primeros días. La atribuí a que el primer día me llamó un amigo después de comer y establecí una conexión inconsciente con las conversaciones telefónicas que hasta entonces siempre regaba con alcohol, y el segundo día a que, antes de comer, les envié dos largos audios de Whatsapp a send@s amig@s de fuera explicándoles por qué no quería/podía hablar por teléfono o chatear, al menos hasta que pasara una semana más.

La asocié también, el día de Año Nuevo, al hecho de que seguía teniendo alcohol en casa y en el coche (de mi última compra presencial de supermercado), y por tanto podía caer fácilmente en la tentación de beber. Tenía, pues, que deshacerme de él cuanto antes. Del de casa me desembaracé el día 2, nada más levantarme... Es decir, a una hora en la que nunca bebía, ni me apetecía hacerlo, ya que se trataba no sólo de tirar las botellas y los botellines, sino de vaciarlos primero, teniendo incluso que descorchar las botellas de vino. (El del coche tuvo que esperar un día más, a que saliera en él por la mañana, para poder parar al lado de un contenedor y tirar las botellas sin necesidad de vaciarlas.)

Ese mismo segundo día, sin embargo, una vez superada la ansiedad a media tarde, percibí claramente otro de los beneficios, mucho más significativo que los que había atisbado la primera semana, de mi abstinencia: logré trabajar una hora más al mediodía y una hora más por la tarde. Y entonces comprendí que, si bien el alcohol de la última época no afectaba a la calidad de mi trabajo (como ya dije, nunca bebía mientras trabajaba), sí había afectado a mi rendimiento (era como si una voz inconsciente me apremiara desde el frigorífico a partir de ciertas horas, diciéndome “Ven y bébeme”) y que, por tanto, a partir de ahora podía ser muchísimo más productiva.

Al día siguiente se me reveló otro beneficio más: dediqué la mañana a hacer una serie de cosas en la calle que forzosamente hago todas las semanas (cita médica más compras básicas y/o gestiones) y lo hice sin ninguna ansiedad ni agobio, cuando, hasta apenas dos semanas antes, me estresaba siempre enormemente, en mañanas o tardes como ésa, pensar en la “lista de cosas que hacer” y las iba tachando mentalmente conforme las iba completando. Ese día tuve también mi primer acceso de euforia de lo que, semanas más tarde, descubriría que tiene un nombre en el mundo de l@s enferm@s alcohólic@s: la “nube rosa”.

Me di cuenta, además, de que había desaparecido un incómodo, aunque relativamente nimio, problema físico que había achacado al tabaco: casi todas mañanas, después de desayunar, me daban ataques de tos que se convertían en arcadas y en ocasiones me hacían vomitar. Es decir, no me lo provocaba el tabaco, sino el alcohol y, puesto que no era propiamente efecto de una resaca (vomitaba sólo el desayuno, no lo comido y bebido del día anterior), podía interpretarse como una metáfora del deseo de mi cuerpo de “expulsar” las toxinas alcohólicas que estaba almacenando a un ritmo cada vez más frenético.  

Y, por si todo esto fuera poco, redescubrí y redegusté el placer de la lectura: después de varios años leyendo prácticamente sólo en la cama o en una terraza mientras hacía tiempo esperando a l@s amig@s con l@s que hubiera quedado, me leí una novela entera en casa, en dos sentadas-de-sofá, a lo largo de una mañana sin trabajo y una tarde lluviosa en la que salir constituía una empresa temeraria.

De resto, aparte de estar enfocada en el trabajo hasta el viernes y ocupando las sobremesas de la tarde y de la noche con series de Internet, quedé con dos amigos para un almuerzo el sábado y con un grupo de “amig@s nuev@s” de Internet para otro almuerzo el domingo (en el que, aunque superé la “prueba” con éxito, me sentí algo incómoda por ser la única persona que no bebía vino ni cerveza), asistí a dos reuniones de AA y descubrí que las pre-reuniones (el centro se abre una hora antes de la reunión y se charla de todo un poco en el salón o en la cocina) resultaban muy gratas, con lo cual se me abrió una nueva posibilidad de “contacto humano” para llenar la soledad que tanto me abrumaba y que había contribuido no poco a mi hundimiento en el alcohol.

Al mismo tiempo, sin embargo, seguía teniendo unas horribles dificultades para comer (no me “bajaba” nada y, aun así, me sentía perpetuamente llena) y pasé un día entero con un desagradable, e inédito, trastorno digestivo, muy distinto a los que me provocaba el exceso de alcohol... Una simple nubecilla entonces, que una semana después se convertiría en peligrosa tormenta.

¿No apto para ateos y ateas?: Alcohólicos Anónimos y el “Poder Superior”


El preámbulo de Alcohólicos Anónimos especifica que “El único requisito para ser miembro de A.A. es el deseo de dejar la bebida” y que “A.A. no está afiliada a ninguna secta, religión [... y] no respalda ni se opone a ninguna causa”.

Y sin embargo... Sin embargo, la palabra “Dios” está omnipresente hasta la exasperación en toda su literatura, en los doce pasos del “programa” (aunque en éstos se aclara, y en cursivas, “como nosotros lo concebimos”), de los cuales sólo cuatro no lo mencionan, y en la “oración” (que yo prefiero entender como “frase” más que como “rezo”) de la serenidad. (Frase que, por cierto, sin el “Dios, concédeme” del principio, me ha parecido, desde que la oí por primera vez siendo muy joven, una “receta de vida” aplicable a todo el mundo y no sólo a quienes tenemos alguna adicción.)

Antes de acudir a AA, sabía de su sustrato religioso (que sus miembr@s prefieren llamar “espiritual”) y era consciente de que podía chocar con mi ateísmo. Lo que no esperaba era que dicho sustrato me provocara dos serias “crisis de fe” (en mi capacidad de recuperación) en las primeras seis semanas.

Intento aceptar y respetar individualmente a quienes hablan en primera persona de su creencia en un “Poder Superior” y de sus “despertares espirituales”... Si esa herramienta les ha servido para mantenerse sobri@s, perfecto... Del mismo modo que a mí (salvando las distancias, puesto que mi proceso de recuperación es todavía incipiente) inicialmente me ayudó, por ejemplo, no encender la tele.

Cosa muy distinta es, sin embargo, que un miembro concreto, al que yo llamo El Fanático Religioso, un personaje siniestro que fácilmente podría ser el gurú de una secta, un tipo de mirada huidiza tras las gafas y que sin embargo te taladra cuando te mira a ojos, te diga a ti (o sea, a mí) en segunda persona o en primera persona del plural mirándote fijamente: “Si no te entregas al Poder Superior, no podrás mantenerte sobria”, o “El 90% de quienes estamos aquí, creemos en el Poder Superior”, en clara alusión al restante 10%... que soy yo. Ya antes de estas declaraciones, en una reunión en la que se me pidió que recitara la “Frase de la Serenidad” y yo utilicé mi propia versión – “Me gustaría tener la Serenidad...” –, él la repitió después con el “Dios, concédeme” y, aunque me pareció una falta de respeto a mis (no) creencias, intenté tomármelo a broma: “La mía era la versión laica”, dije.

Cuando se produjo mi primera “crisis”, le pregunté a mi contacto original de la zona (a quien todavía no conozco en persona), si sabía de algún grupo laico o me podía poner en contacto con algún/a miembr@ ate@... Lo único que conseguí fue que me bombardeara a mensajes de Whatsapp intentando “convertirme”. Y, cuando lo comentaba con otras personas, sólo oía: “Yo al principio también me rebelaba contra todo eso, pero a la larga tuve un ‘despertar espiritual’”... (Y yo me pregunto: ¿Acaso no hay creyentes, católic@s, musulmanes/as o budistas, que caigan en el alcoholismo?) Sólo encontré apoyo en *un* compañero, quien me dijo que mi “Poder Superior” podía perfectamente ser Yo Misma: la Yo Mejor que era antes de hundirme en el alcohol, y que tal vez incluso podía llegar a ser mejor de lo que había sido.

Aun así, dos semanas después, volví a salir “aterrada” de una reunión (que a otros niveles, sin embargo, resultó muy fructífera). 1) Por un miedo difuso, y reconozco que irracional, a en efecto no poder mantenerme sobria si no me “convertía” a alguna “religión”. Al igual que las monjas del colegio me amenazaban con que si no creía en Dios, me iría al infierno, ahora este Fanático Religioso me amenazaba con que si no creía en un “Poder Superior”, caería de nuevo en el infierno del alcohol... Con la diferencia de que el infierno de las monjas nunca me asustó, por abstracto y muy lejano, mientras que el infierno del alcohol lo conozco lamentablemente demasiado bien. Y 2) Por el temor a acabarme contagiando, por ósmosis, del “rollo espiritual” de mis compañer@s... Pensé incluso que preferiría que el “adoctrinamiento” de AA fuera en el catolicismo, o cualquier otra religión monoteísta, porque contra ellas estoy ya inmunizada, tienen cierto grado de “coherencia interna” que es muy fácil de rebatir racionalmente y conozco a much@s de sus miembr@s que las practican “de aquella manera”: porque “hay que creer en algo” o “por si acaso” (hay algo más allá). Mientras que esa “espiritualidad” medio-oriental medio-new-age que se proselitiza en AA es en extremo difusa y, por tanto, potencialmente más insidiosa.

Y no puedo ni quiero caer en las garras de la religión (la que sea).

No puedo porque: 1) Nací con una enfermedad congénita y tuve una infancia atroz. ¿Dónde estaba Dios entonces, cuando estaba totalmente indefensa ante la enfermedad, una enfermedad que “no me hice yo” sino que “me tocó” por puro azar, y carecía de herramientas para afrontarla? El alcoholismo, en cambio, me lo hice yo solita... y del alcohol decidí salir yo solita: con ayuda, de acuerdo, de mi amigo ex-alcohólico de fuera primero y del grupo de AA después... pero no porque se me haya aparecido ninguna imagen divina ni ninguna voz del más allá me haya susurrado al oído que debía dejar de beber. (Tampoco fue mi “filosofía de vida” [otra expresión que se repite a menudo en AA] lo que me llevó al alcoholismo, sino, en todo caso, mi “modo de gestionar la vida” y sus sucesivos embates.) Y desde que soy adulta, aunque no siempre haya sabido utilizarlas o incluso haya renunciado a intentarlo, dispongo de herramientas psicológicas e intelectuales para afrontar “las cosas”.

Y 2) Porque ni filosófica ni intelectualmente he encontrado nunca ningún argumento convincente, racional, de la existencia de ningún presunto dios, inteligencia universal, principio creador o como se le quiera llamar.

Y no quiero porque: 1) Si acabara siendo “creyente”, dejaría de ser YO, con mis principios, mi ética y mi ideología. Porque lo que da forma a esa unidad que es Keija, que soy YO, es la suma de mis experiencias pasadas (que no pueden cambiarse ya), de mi personalidad (que admite, debo reconocerlo, bastantes mejoras) y de mi ideología – feminista, marxista y atea –, que germinó en la adolescencia y se fue apuntalando a lo largo de los años con el estudio y la lectura... y que es, además, lo que me otorga sentido intelectual, filosófica e incluso profesionalmente.

Y 2) Yo ya entregué mi voluntad a un poder superior – el alcohol – y, ahora que hasta cierto punto la he recuperado (aunque me queda mucho por recuperar todavía), me niego a volver a hacer dejación de ella entregándola a otro poder superior, es decir, sustituyendo una adicción por otra. Ninguna entidad “superior” (es decir, sobrenatural) me va a ayudar en mi proceso de mantenerme sobria. La razón es para mí el único instrumento válido. Cierto que dicha razón no me sirvió mientras me hundía en el alcohol, pero, ahora que he conseguido salir (al menos provisionalmente) del hoyo, cuento con ella para contrastar mi presente, cada día más pleno (aunque objetivamente nada haya cambiado en mi vida desde el 24 de diciembre), con ese pasado oscuro al que decididamente no quiero volver.

“Eso es soberbia”, me dicen algun@s... “Arrogancia intelectual”, me dicen otr@s... Tal vez... Tal vez sí me sienta “superior” a otr@s, no por mi nivel intelectual-cultural, sino porque estoy convencida de que yo no necesito la muleta de una religión para tener éxito en esta empresa, como tampoco la necesité en el pasado para superar sucesivas crisis (hasta la última, la que empezó hace siete años y acabó rompiéndome en añicos) y hacer sucesivos cambios de vida. A la vez, soy perfectamente consciente de que frente al alcohol tod@s l@s enferm@s alcohólic@s corremos el mismo riesgo: creyentes o no, con estudios o sin ellos...  

Cuatro días después de esa segunda crisis asistí a una reunión (hasta entonces dejaba pasar 6-7 entre cada una), porque sentía que el “rollo” del Poder Superior estaba poniendo en peligro mi recuperación (volvía a rumiar y rumiar, como lo hacía antaño con otras cuestiones) y decidí plantear esa “inquietud” al grupo, aunque midiendo muy bien mis palabras para no dar la impresión de “falta de respeto” a las creencias de l@s demás.

E hice bien, porque un compañero me “regaló” una analogía estupenda para afrontar el bombardeo religioso-espiritual de AA: “Imagina que vas al médico y te receta un tratamiento (médico) y, aparte, te dice que debes rezarle a Dios porque eso te ayudará. Y, cada vez que vuelves a la consulta, te repite lo mismo, aunque sin obligarte a ir a misa ni a hacer nada concreto. Y tú ves que el tratamiento funciona, así que decides continuarlo y ‘pasar’ del ‘rollo religioso’”.

Y a esa analogía debo aferrarme, puesto que, globalmente, aunque siga pegando un respingo cada vez que oigo “Dios”, “Poder Superior” o “espiritualidad”, el “tratamiento” que me ofrece AA, basado en compartir las experiencias propias y escuchar las ajenas, en los mecanismos de identificación (aunque cada un@ haya llegado ahí a raíz de distintas vivencias, a través de distintos procesos, y con distintos patrones y niveles de consumo, tod@s entendemos a qué nos referimos al hablar del alcohol y sus consecuencias, por la simple razón de que lo hemos vivido) y el cariño sincero que (salvo excepciones como la del mencionado Fanático) dispensan sus miembr@s a quienes empezamos el proceso, tenemos “inquietudes” y/o sufren recaídas, me está funcionando. Y gracias a él, y por supuesto también a mi propia fuerza de voluntad, he logrado cumplir siete semanas de abstinencia.

Semana 1: Extrañeza y miedo


El resto de esa primera semana, hasta el domingo 31, transcurrió en un estado de temor perpetuo. No sentía propiamente “mono” (como sí lo he sentido las pocas veces que he intentado dejar de fumar), salvo cuando me notaba absolutamente llena después de comer y recordaba con nostalgia el, o mejor dicho los, chupitos-(presuntamente)-digestivos, y la mañana del día D+2, cuando, por primera vez en casi un mes me llegó trabajo y, mientras lo hacía, fantaseé con la cervecita-gratificadora-del-esfuerzo de después. Es más: cada vez que abría el frigorífico, la visión de mis todavía abundantes reservas de alcohol me provocaba más repulsión que otra cosa (es decir, mis fantasías de beber eran sobre todo abstractas).

Además, percibí inmediatamente tres “beneficios” de mi nuevo estado: 1) Cuando hice la compra mensual de supermercado por Internet, constaté que ascendía a unos 100 euros menos que las anteriores (sin contar con que, aparte de dicha compra mensual, gastaba aproximadamente otros 50 euros al mes en otro supermercado, al que iba exclusivamente a comprar alcohol y diversos platos precocinados que constituían prácticamente mi única fuente de alimentación); 2) La basura pesaba infinitamente menos que cuando cargaba con 1 ó 2 bolsas llenas de botellas vacías; y 3) Por las noches podía dedicar bastante más tiempo a la lectura.

Pero sí tenía pánico a no ser capaz de resistir el impulso, como me pasó tantas veces en la última época, cuando me proponía no empezar a beber hasta determinada hora... y aun así me veía repentinamente abriendo una cerveza y calculando horarios y cantidades de bebida. Sobre todo porque, también el día D+2, comprobé que la batería del móvil no se recargaba y al día siguiente tendría que ir a una tienda, en plena invasión de las hordas de compradores/as navideñ@s, para comprar una nueva, haciendo un estresante hueco entre una cita médica y un almuerzo con dos de l@s amig@s a quienes había dejado plantad@s todos los viernes noche del último mes y pico (en ese momento todavía no me atrevía a hacer un plan nocturno). Por otra parte, el proyectado almuerzo constituiría una doble tentación: 1) La de la cervecita-relajadora-de-la-ansiedad después de las pesadas gestiones de la mañana; y 2) La del vino-en-grata-compañía-durante-una-grata-comida.

Y, sin embargo, pese a cierto temor al llegar al restaurante, no sentí ninguna tentación... Ni tampoco sentí, más tarde, la de las cervezas-(presuntamente)-celebratorias con que solía regalarme al volver a casa a media tarde después de una agradable actividad social.

Fue una semana de total extrañeza, que, ahora, a varias semanas vista, recuerdo sólo nebulosamente. Salvo el día D+3 ya reseñado, los demás transcurrieron encerrada en casa, en una nueva – y monótona – rutina (aunque en realidad menos monótona que la de los largos días del pasado dedicados cuasi-íntegramente a beber y ver la tele sin verla) que pretendía evitar todas las viejas rutinas asociadas con el alcohol: trabajo + serie de Internet + lectura en la cama. Nada de televisión, nada de Whatsapps, nada de conversaciones telefónicas, nada de limpiar ni plantearme hacerlo (salvo lavar la ropa el día que tocaba)... Y muchas dificultades para comer y mucha tónica, en parte para asentar el estómago y en parte para sustituir el alcohol con el que hasta entonces “mataba el tiempo” extralaboral (antes de televisión, ahora de series).

No pude asistir a ninguna reunión más de AA a causa del trabajo y ello me generó un enorme agobio, más que nada porque l@s dos compañer@s del primer día me contactaban todas las mañanas para interesarse por mi estado y preguntar por mi próxima asistencia a una reunión. Aunque imaginaba que lo hacían con la mejor intención, me sentí vigilada y "controlada"... y al tercer día tuve que explicarles, con toda la amabilidad de la que fui capaz, que prefería contactarles yo a ell@s en caso de necesidad, porque me estresaba tener que estarme “reportando” y “el estrés es uno de mis detonantes”.

Cada noche, al meterme en la cama, me congratulaba del nuevo día de abstinencia y, al cabo de 3-4 días, dejé a un lado el propósito de las 24 horas para volcarme en el de llegar al final del domingo 31, otro día que se anunciaba aterrador porque, además, sería mi primera Nochevieja sola en casa sin plan.

Y sin embargo, llegué al domingo por la noche sin haber bebido... Y con ello cumplí mi primera semana de abstinencia.

Día D+1: “Ingreso” en Alcohólicos Anónimos


El día D+1 me levanté un tanto anonadada por mi “hazaña” del día anterior y también aterrada porque temía no poder repetirla.

Lo primero que hice fue llamar a AA para pedir hablar con alguien de mi ciudad (sabía que la persona de mi zona – aunque no propiamente de mi ciudad – con la que había hablado unos días antes estaba de vacaciones). Minutos después, me llamó una compañera. Iba de camino a una revisión médica, pero me aseguró que me llamaría en cuanto terminara y que podíamos quedar entonces y/o por la tarde para acompañarme a una reunión.

Pasé el resto de la mañana encogida en el sofá, esperando con impaciencia su llamada mientras veía una serie en Internet... Aunque ése era ya un día “laborable normal”, preferí no poner la tele porque normalmente comenzaba a beber en cuanto la encendía al mediodía (y seguía bebiendo mientras la mantenía encendida hasta la hora de acostarme, salvo los días en que a media tarde “descansaba del alcohol” para trabajar (nunca bebía mientras trabajaba)). Para cuando me llamó, era casi la hora de comer y preferí postergar nuestro encuentro hasta primera hora de la tarde, en un bar próximo al centro de reunión, pese a cierto temor a no tener energía para salir, como me había ocurrido durante todo el último mes.

Nuevamente almorcé con dificultad y me quedé llenísima, de lo cual deduje que mi necesidad de comer con vino no era una simple “excusa de alcohólica”, sino una auténtica necesidad cuasi-médica [un par de semanas después, llegaría a verlo de manera un tanto distinta, pero esto lo dejo para una entrada posterior]. Pasé la sobremesa viendo la serie y bebiendo tónica para intentar quitarme la “llenura” y, feliz y sorprendentemente, sí tuve energía para salir a media tarde, aunque iba un poco nerviosa por la experiencia inédita que se avecinaba... y que sólo un año antes me habría parecido inconcebible.

La compañera me explicó el funcionamiento de AA e insistió en que debía ir a las reuniones todos los días, al menos al principio, lo cual me generó cierta angustia, porque, a causa de mi trabajo y otras cuestiones de tipo médico, no podía – ni puedo – comprometerme a hacer nada “todos los días” y a veces ni siquiera puedo comprometerme para determinado día con antelación. Pero igual me reconfortó poder hablar de mi experiencia y mis temores en persona y en detalle con alguien que los podía entender perfectamente.

La reunión se dedicó íntegramente a mí. Tod@s l@s compañer@s contaron su historia, a menudo con referencias al daño que habían infligido a sus seres queridos, y me dieron algunos “consejos”, entre los que me llamó especialmente la atención el de plantearme la abstinencia como una cuestión de “24 horas”, sin mirar más allá. También confirmé, con el texto del “primer paso”, lo que yo ya había intuido sin verbalizarlo: que mi vida se había vuelto ingobernable a causa del alcohol.

Luego llegó mi turno de palabra y me encontré diciendo lo que tantas veces había oído en series y películas, pero que nunca pensé que yo llegaría a pronunciar: “Hola, me llamo Keija y soy alcohólica” [en posteriores reuniones cambiaría la fórmula por la de “enferma alcohólica”]. Inicié mi relato señalando que “lamentablemente, yo no le he hecho daño a nadie a consecuencia del alcohol, porque mi problema de adicción [o al menos, matizaría ahora, de consumo “excesivo”] empezó cuando me quedé ‘sola en el mundo’”. Mencioné también que mi problema, y por tanto mi tentación, no residía en los bares (donde en realidad mi consumo siempre se mantuvo estable), como en el caso de much@s de ell@s, sino en mi casa, lo cual resultaba aún más problemático porque no sólo “vivo” allí, sino que también trabajo desde casa.

Salí de la reunión un tanto abrumada por tanta atención y con el teléfono de otro compañero, quien, al igual que la compañera de la tarde, me dijo que podía llamarlo en cualquier momento, sobre todo si sentía la tentación de beber... Que fue precisamente lo que sentí en cuanto me despedí de ell@s: el deseo de tomarme una cervecita en cuanto llegara a casa, como tantas veces cuando volvía de una clase, una tertulia o una conferencia antes de cenar (cuando todavía hacía ese tipo de cosas, claro). Y sin embargo no lo hice... Y con ello cumplí otras 24 horas de abstinencia.

Y el día D


A la mañana siguiente, lunes 25 de diciembre, me levanté en un estado lamentable tanto a nivel físico (secuelas de la noche anterior) como psicológico (una profunda sensación de fracaso). Pasé la mañana a puras tónicas para asentar el estómago y, cuando llegó la hora del almuerzo, decidí probar a comer sin vino (me había dado cuenta yo solita, como luego me ratificarían en AA, que la primera copa desencadena un proceso imparable, independientemente de todas las “buenas intenciones”). Incluso temblaba mientras me preparaba la comida... Pero lo conseguí, aunque comiendo menos que de costumbre y quedándome muuuuy llena.

Después del almuerzo prescindí del café, que tenía asociado al chupito posterior, y decidí que pasaría el resto del día viendo series en Internet. Había apagado el móvil desde por la mañana, para no recibir más felicitaciones inoportunas como las que me habían disparatado el día anterior, y, tal como venía haciendo en los últimos años de soledad navideña, había decidido ya no encender la tele ni el 24 ni el 25, para fingir que eran días "normales y corrientes" y no presuntamente "festivos y felices".

Tenía pánico a no llegar al final del día sin beber, pero me dije que, aun si bebiera, habría empezado mucho más tarde y, por tanto, el consumo sería mucho menor... Y con esa actitud... ¡¡logré llegar a la hora de acostarme sin haber bebido ni una gota de alcohol!!

No deja de ser irónico que el primer día de mi travesía hacia la sobriedad fuera el día de Navidad, una fiesta que detesto visceralmente. Y, sin embargo, aunque soy atea, y por tanto tiene cero significado religioso para mí, también se puede leer en ello un componente simbólico: etimológicamente, “navidad” significa “nacimiento” y ese día yo... “me autonací”.