Pese a la nubecilla de los problemas digestivos, empecé la
semana con la satisfacción de la segunda semana cumplida y la alegría de todos
los 7-8 de enero por el fin de las detestadas fiestas navideñas.
Esa semana marqué nuevos hitos, con mis primeras salidas
nocturnas con amig@s (tres en total) desde que dejara el alcohol. Contrariamente
a lo que esperaba, no sentí una gran tentación de beber; es más, cuando me
llegaban efluvios de los vinos ajenos, sentía una especie de “asco”. Lo
verdaderamente difícil era pasarme tres, cuatro o cinco horas a pura
agua: aparte de alcohol y alguna tónica suelta, nunca he bebido otra cosa – ni
refrescos, ni zumos, ni infusiones, ni café (salvo por las mañanas y, hasta que
lo eliminé el día 25 para evitar la asociación con los chupitos, después del
almuerzo) – y suficiente agua bebía yo ya en casa, donde siempre tengo un
botellín a mano (y lo tenía también en la época oscura del exceso de alcohol). Sentía
un enorme desasosiego, sobre todo en mis desocupadas manos que ya no podían
entretenerse cogiendo una y otra vez la copa de vino, que intentaba calmar fumando
más que de costumbre.
También dediqué dos tardes a la lectura y una a ver una película
en Internet, otra de las actividades gratificantes que había abandonado en los
últimos años, en favor de la tele que la mayor parte del tiempo ni siquiera veía
y de series policíacas que por lo general no me hacían “pensar” demasiado.
A mitad de semana, sin embargo, se produjo la debacle... en
este caso física. Sufrí un “jamacuco” intestinal similar al de la semana
anterior, pero mucho más grave y de dos días de duración, y empecé a
preocuparme seriamente. Había comentado mis dificultades para comer/digerir en
las reuniones de AA, pero nadie parecía haber pasado por nada similar... Busqué
obsesivamente en Internet y no encontraba en ningún sitio (ni en páginas de
divulgación general ni en páginas propiamente médicas) que ése fuera un síntoma
del síndrome de abstinencia... Intenté hablar con l@s dos compañer@s que me
habían dado su teléfono el primer día, pero no me apoyaron para nada con este
tema, lo cual me decepcionó profundamente... (Más tarde descubriría que much@s
miembr@s de AA rechazan abiertamente cualquier intervención médica o psicoterapéutica
en el proceso de dejar de beber, pese a asumir que “lo nuestro” es una enfermedad; esto lo comentaré en más
detalle en alguna entrada futura.)
Finalmente, al tercer día, cuando, aun sintiéndome un poco mejor
físicamente, me hallaba al borde de la desesperación, me puse en contacto con
un médico especialista en drogodependencia. Hablé con él casi una hora por
teléfono y me quedé a medias tranquilizada y a medias aterrada. Tranquilizada,
porque al parecer esta sintomatología es bastante común, debido a que el
alcohol trastorna todo el sistema metabólico y por tanto, también lo hace el
proceso de abstinencia; ello significaba, pues, que mi problema tenía solución. Y, a
la vez, aterrada, porque me dijo necesitaba hacerme una analítica y,
dependiendo de los resultados, tal vez tomar medicación para “desintoxicarme”,
algo que nunca había contemplado porque, aunque era muy consciente de que me
había vuelto adicta, mi nivel de consumo no era comparable al de quienes beben,
por ejemplo, botellas enteras de whisky. Me aterraba tener que tomar medicación
de tipo neurológico (no me especificó cuál sería, pero eso deduje) y
también la posibilidad de que ahora que por fin, tras largos años de
desolación, empezaba a recuperar las ganas de vivir, la analítica me revelara
alguna grave enfermedad (llevaba casi tres años sin hacerme ninguna revisión
médica). En suma, si hasta entonces me congratulaba por no haber tenido un “mono”
muy fuerte, ahora me vi obligada a confrontar que sí lo tenía, sólo que era más
orgánico que psicológico, más “infraconsciente” que consciente o incluso subconsciente,
lo cual era más aterrador si cabe.
Esa misma tarde fui a una tienda para comprar utensilios de
cocina, con vistas a prepararme comiditas sanas y no la porquería precocinada
con la que llevaba varios años alimentándome, y luego a un pequeño
supermercado para comprar dichas comiditas, algunas semi-precocinadas y otras
frescas. Pero seguía asustada, muy asustada.
Y ahí no acabó la mala semana, pues a la tormenta orgánica y a la nubecilla de decepción por la actitud de AA ante la cuestión médica, se sumó
otra más relacionada con la asociación: de la siguiente reunión, ese mismo fin
de semana, salí profundamente irritada porque toda ella giró, de manera doctrinaria y adoctrinante, en torno al “Poder Superior” (ver la entrada “¿No apto para ateos y ateas?”, donde
desarrollo esta cuestión en más detalle).
Como resultado, el día siguiente lo pasé sumida en una
profunda depresión, como no había sentido desde mi último día de consumo de
alcohol, exactamente tres semanas antes.