La semana 2, que casualmente coincidió con el principio del nuevo año, empezó con la satisfacción de la semana cumplida, pero también
con una enorme ansiedad los dos primeros días. La atribuí a que el primer día
me llamó un amigo después de comer y establecí una conexión inconsciente con
las conversaciones telefónicas que hasta entonces siempre regaba con alcohol, y
el segundo día a que, antes de comer, les envié dos largos audios de Whatsapp a
send@s amig@s de fuera explicándoles por qué no quería/podía hablar por
teléfono o chatear, al menos hasta que pasara una semana más.
La asocié también, el día de Año Nuevo, al hecho de que
seguía teniendo alcohol en casa y en el coche (de mi última compra presencial
de supermercado), y por tanto podía caer fácilmente en la tentación de beber. Tenía, pues, que deshacerme de él cuanto antes. Del de casa me desembaracé el día 2, nada
más levantarme... Es decir, a una hora en la que nunca bebía, ni me apetecía hacerlo,
ya que se trataba no sólo de tirar las botellas y los botellines, sino de
vaciarlos primero, teniendo incluso que descorchar las botellas de vino. (El
del coche tuvo que esperar un día más, a que saliera en él por la mañana, para poder
parar al lado de un contenedor y tirar las botellas sin necesidad de vaciarlas.)
Ese mismo segundo día, sin embargo, una vez superada la
ansiedad a media tarde, percibí claramente otro de los beneficios, mucho más
significativo que los que había atisbado la primera semana, de mi abstinencia:
logré trabajar una hora más al mediodía y una hora más por la tarde. Y entonces
comprendí que, si bien el alcohol de la última época no afectaba a la calidad
de mi trabajo (como ya dije, nunca bebía mientras trabajaba), sí había afectado
a mi rendimiento (era como si una voz inconsciente me apremiara desde el
frigorífico a partir de ciertas horas, diciéndome “Ven y bébeme”) y que, por
tanto, a partir de ahora podía ser muchísimo más productiva.
Al día siguiente se me reveló otro beneficio más: dediqué la
mañana a hacer una serie de cosas en la calle que forzosamente hago todas las
semanas (cita médica más compras básicas y/o gestiones) y lo hice sin ninguna
ansiedad ni agobio, cuando, hasta apenas dos semanas antes, me estresaba siempre
enormemente, en mañanas o tardes como ésa, pensar en la “lista de cosas que
hacer” y las iba tachando mentalmente conforme las iba completando. Ese día
tuve también mi primer acceso de euforia de lo que, semanas más tarde,
descubriría que tiene un nombre en el mundo de l@s enferm@s alcohólic@s: la “nube rosa”.
Me di cuenta, además, de que había desaparecido un incómodo,
aunque relativamente nimio, problema físico que había achacado al tabaco: casi
todas mañanas, después de desayunar, me daban ataques de tos que se convertían
en arcadas y en ocasiones me hacían vomitar. Es decir, no me lo provocaba el
tabaco, sino el alcohol y, puesto que no era propiamente efecto de una resaca
(vomitaba sólo el desayuno, no lo comido y bebido del día anterior), podía interpretarse como una
metáfora del deseo de mi cuerpo de “expulsar” las toxinas alcohólicas que estaba almacenando a un ritmo cada vez más frenético.
Y, por si todo esto fuera poco, redescubrí y redegusté el
placer de la lectura: después de varios años leyendo prácticamente sólo en la
cama o en una terraza mientras hacía tiempo esperando a l@s amig@s con l@s que
hubiera quedado, me leí una novela entera en casa, en dos sentadas-de-sofá, a lo largo de una mañana sin trabajo y una tarde lluviosa en la que salir constituía una empresa temeraria.
De resto, aparte de estar enfocada en el trabajo hasta el
viernes y ocupando las sobremesas de la tarde y de la noche con series de
Internet, quedé con dos amigos para un almuerzo el sábado y con un grupo de “amig@s
nuev@s” de Internet para otro almuerzo el domingo (en el que, aunque superé la
“prueba” con éxito, me sentí algo incómoda por ser la única persona que no bebía
vino ni cerveza), asistí a dos reuniones de AA y descubrí que las pre-reuniones
(el centro se abre una hora antes de la reunión y se charla de todo un poco en
el salón o en la cocina) resultaban muy gratas, con lo cual se me abrió una
nueva posibilidad de “contacto humano” para llenar la soledad que tanto me
abrumaba y que había contribuido no poco a mi hundimiento en el alcohol.
Al mismo tiempo, sin embargo, seguía teniendo unas horribles
dificultades para comer (no me “bajaba” nada y, aun así, me sentía
perpetuamente llena) y pasé un día entero con un desagradable, e inédito,
trastorno digestivo, muy distinto a los que me provocaba el exceso de alcohol...
Una simple nubecilla entonces, que una semana después se convertiría en
peligrosa tormenta.
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