En mi última entrada sobre el proceso de recuperación,
“Crónica de una Crisis”, aludí a mi “borrachera seca” y cómo el hecho de
haberla diagnosticado me sirvió para salir de cuatro días de honda crisis.
Desde entonces han pasado tres semanas y, aunque no he
tenido más Crisis propiamente dichas (entendiendo como tales las ansias incontrolables
de beber), sigo sin estar “bien” o, al menos, todo lo bien que estuve durante
los dos primeros meses. Siento que mis progresos se han estancado o incluso que
se ha producido una regresión, en parte debido a una excesiva conciencia de los
peligros que aún me acechan. Algo similar a lo que en otros contextos se
describe como “parálisis por análisis”.
Con cada una de las tres Crisis (los que yo llamo “casis”)
he aprendido muchísimo sobre mis detonantes, en su mayoría relacionados con estreses
y fobias, pero también, en la última, con el surgimiento de emociones difíciles
de gestionar. Ese aprendizaje me ha servido para intentar evitar, en la medida
de lo posible, dichos detonantes, pero también me ha generado un temor
desmesurado a cualquier actividad o sentimiento que pueda convertirse en tal.
Como consecuencia, llevo prácticamente tres semanas atrapada por el miedo,
aprisionada en mi cabeza, de manera no muy distinta a mi época de alcohólica
activa, aunque sin alcohol y sin la profunda depresión (la “borrachera seca”)
de mi última Crisis.
La primera de estas tres semanas fue por fin la Semana S,
aquélla en la que, si nada se torcía a última hora, se resolvería finalmente lo
que he descrito aquí como el “Papeleo” importante. El día D sería el jueves
y mi único propósito vital desde el lunes fue mantenerme tranquila hasta
entonces. Evitar cualquier estrés interno de tal modo que, si surgía un
contratiempo u otro tipo de estrés externo, no me disparatara, puesto que ya
había comprobado que mis crisis se debían siempre a la acumulación de detonantes y no a uno sólo. La evitación del estrés
interno implicaba no salir salvo para lo estrictamente necesario, no aceptar
trabajo (rechacé varios proyectos que me habrían generado ansiedad) y no hacer
nada por las tardes (por las mañanas sí lograba escribir y continuar
traduciendo el material de los grupos laicos de AA). Fueron cuatro largas
tardes atornillada al sofá viendo series como en una época que creía ya
pretérita (aunque ya había pasado por algo similar durante la última Crisis).
Y llegó la tarde del Día D... Y el “Papeleo” se resolvió
finalmente... Y sentí una inenarrable euforia después de seis meses de
angustiosa espera. Empecé a comunicar dicha euforia a vari@s amig@s cercan@s
que estaban al tanto y, de repente, me entró un miedo cerval a que la
felicidad, como en otras situaciones la tristeza o el agobio, me generara
deseos de beber, puesto que desde tiempo inmemorial, mucho antes de mi etapa de
alcohólica activa, siempre había gestionado la euforia (que para mí, quizás
porque en mis 54 años de vida ha habido relativamente pocas experiencias felices,
constituye un sentimiento incómodo e inquietante) con alcohol. Me obligué
entonces a bajarme de la nube y terminar el día como si de un jueves normal y
corriente se tratase.
Al día siguiente me levanté con redoblado temor. Tenía
planificada desde hacía una semana una cena con amig@s y temí que mi ánimo
celebratorio pudiera representar un obstáculo insalvable. Comenté mi “temor a sentirme contenta” en uno de
los grupos de Facebook y varias personas me confirmaron que para nosotr@s, l@s
alcohólic@s, los momentos “altos” pueden ser igual de peligrosos que los
“bajos”, sobre todo al principio, cuando estamos en una especie de inestabilidad
emocional perpetua.
Decidí, sin embargo, arriesgarme a vivir el contento. Le
propuse a otra amiga quedar para almorzar en un lugar agradable, fuera de la
ciudad, y me puse manos a la obra con un proyecto ilusionante que tenía previsto desde
antes de dejar de beber para cuando por fin se resolviera el tema “Papeleo”:
hice varias llamadas y concerté varias citas para el lunes. Y resultó un día
tremendamente exitoso. El primer día “desde” (desde que dejé de beber) que pasé
doce horas seguidas en la calle y empaté almuerzo y cena con, en medio, tres
horas vacías en la calle que supe llenar satisfactoriamente.
El fin de semana, sin embargo, fue duro, porque tuve dos
“jamacucos” psicosomáticos, supongo que en parte como “autocastigo” por mi “felicidad”,
en parte para contrarrestar el miedo a un posible “casi” y en parte por temor a
que las citas que había concertado para el lunes, con vistas a mi nuevo
Proyecto, fueran precipitadas y/o, dependiendo del resultado, representaran
otro tipo de detonante.
Aun así, acudí a dichas citas el lunes y ese mismo día
decidí lanzarme de cabeza al Proyecto. Sé que se recomienda no hacer grandes
cambios vitales durante el primer año de sobriedad (como iniciar nuevas
relaciones “sentimentales”, cambiar de trabajo o mudarse), pero este proyecto
era muy importante para mi presente y mi futuro, y, pese
al miedo a los inevitables estreses que conllevaría, no podía postergarlo ocho meses más. Pasé tres
días en estado de semi-euforia, ocupadísima por las mañanas, con el proyecto y
cerrando los últimos flecos del “Papeleo” ya resuelto, y vegetando, de modo
similar a la semana anterior, por las tardes. Con una mezcla de satisfacción
por lo que había conseguido (tanto lo que no dependía de mí como lo que yo
misma había decidido) y de frustración por seguir incapacitada (mejor dicho,
estar incapacitándome yo misma) para las actividades, tanto caseras como exteriores,
que al principio de mi proceso de recuperación tan gratificantes resultaban o
las que había descubierto más recientemente.
Y, paralelamente a todo esto, surgieron nuevas emociones que
confrontar. En realidad, ya había empezado a confrontarlas unas semanas atrás,
cuando decidí renunciar al viaje que tenía planeado para junio, entre otros
motivos por temor a las consecuencias del reencuentro con mi “amigo íntimo”. En
algún momento posterior se me ocurrió la idea de postergarlo, no un año
entero, como era mi intención original, sino sólo hasta septiembre, pensando
que tendría casi cuatro meses para tomar la decisión y que en ese período podía
mejorar mi estado anímico y mi confianza en mi proceso de
recuperación. Al fin y al cabo, en los casi cuatro meses que llevaba había
pasado por numerosas fases distintas y no podía prever los cambios que se
producirían en los cuatro siguientes.
Y a finales de esa segunda semana reflexioné a fondo sobre
la conveniencia de dicho viaje y las posibles consecuencias del “reencuentro”.
Nuevamente llegué a la conclusión de que lo mejor era “no meneallo” y entendí
otros motivos subyacentes – e inconscientes – para ello. Que en realidad no se
trataba tan sólo de que, puesto que en mi situación actual el único motivo para
emprender el viaje era dicho reencuentro (cuando lo planeé originalmente había
otros incentivos), un posible fracaso me hundiría anímicamente y podía llevarme
fácilmente a perder mi sobriedad (y no sólo a una recaída puntual), sino, sobre
todo, a que me arriesgaba a perder las
emociones positivas que sentía por mi “amigo” desde nuestra reconciliación
unos meses antes. Se trataba de un nuevo hito. De confrontar por primera vez
“desde”, no sólo emociones negativas, como durante la “borrachera seca” que
describí en una entrada anterior, sino emociones
encontradas, y todo ello sin desactivarlas ni ocultarlas bajo capas y capas
de alcohol, y sin intentar resolverlas mediante acciones impulsivas.
(Alguien me ha recomendado un libro de Annie Grace titulado The Naked Mind [La mente desnuda] y así es exactamente cómo me siento.)
Pero las turbulencias no habían cesado, porque enseguida
(para entonces ya el fin de semana) se sumó el factor Estrés. Por primera vez
en tres semanas había aceptado un encargo de trabajo que no me apetecía en
absoluto acometer; se me acumulaban varias tareas domésticas, en realidad
sencillas, pero que sumadas me quitarían mucho tiempo y energía; se me
avecinaba una semana llena de pequeñas obligaciones (citas médicas, más papeleo
para el nuevo Proyecto); y se me acumulaban también las tareas
“intelectuales” a las que yo misma me había obligado. El sábado me levanté con una
fuerte opresión en el pecho y con el temor de que, si no lograba de alguna
manera aliviar el estrés, en algún momento acabaría
con fuertes ansias de beber.
Logré hacer todo lo que me había propuesto
para la mañana con relativa tranquilidad, pero después de comer me invadió la
ansiedad y una taquicardia feroz, que atribuyo al hecho de que antaño, cuando
completaba mañanas (o días) como ésa, llenas de tareas engorrosas, lograba
rebajar la ansiedad subyacente con el alcohol, mientras que ahora sencillamente
se queda flotando por mi cuerpo. Y fue entonces cuando me planteé darme de baja
como autónoma durante al menos un mes: de ese modo, no me llegarían
encargos-que-rechazar durante ese tiempo, por lo que no tendría que estar
buscando excusas cada vez que lo hiciera, ni tampoco me vería tentada a aceptar
ninguno, porque no estaría habilitada para emitir facturas. Y podría dedicar
ese tiempo a mi proceso de recuperación a tiempo completo y enfrascarme en las
actividades gratificantes que éste me ha proporcionado.
Dos días después, ya en la tercera y última semana de esta
crónica, tomé la decisión de hacerlo, motivada – o justificada – por que, al
acudir al médico para unas recetas, descubrí que tenía la tensión arterial muy
alta, algo que hasta entonces nunca me había pasado y que no sabía si atribuir
a la ansiedad perpetua que llevaba varios días arrastrando o al hecho de que mis nuevos hábitos de alimentación, pese a ser en apariencia más sanos, estaban saturados de sal.
El resto de la semana, durante la cual cumplí el cuarto mes de sobriedad, osciló
nuevamente entre la parálisis por el temor a desear beber en algún momento, la
ansiedad por la acumulación de diversos contratiempos, urgencias y decisiones,
y continuados problemas psicosomáticos, que parecen estar en vías de cronificación,
aparte de una experiencia impactante y perturbadora que relataré en una próxima
entrada.