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Semana 1: Extrañeza y miedo


El resto de esa primera semana, hasta el domingo 31, transcurrió en un estado de temor perpetuo. No sentía propiamente “mono” (como sí lo he sentido las pocas veces que he intentado dejar de fumar), salvo cuando me notaba absolutamente llena después de comer y recordaba con nostalgia el, o mejor dicho los, chupitos-(presuntamente)-digestivos, y la mañana del día D+2, cuando, por primera vez en casi un mes me llegó trabajo y, mientras lo hacía, fantaseé con la cervecita-gratificadora-del-esfuerzo de después. Es más: cada vez que abría el frigorífico, la visión de mis todavía abundantes reservas de alcohol me provocaba más repulsión que otra cosa (es decir, mis fantasías de beber eran sobre todo abstractas).

Además, percibí inmediatamente tres “beneficios” de mi nuevo estado: 1) Cuando hice la compra mensual de supermercado por Internet, constaté que ascendía a unos 100 euros menos que las anteriores (sin contar con que, aparte de dicha compra mensual, gastaba aproximadamente otros 50 euros al mes en otro supermercado, al que iba exclusivamente a comprar alcohol y diversos platos precocinados que constituían prácticamente mi única fuente de alimentación); 2) La basura pesaba infinitamente menos que cuando cargaba con 1 ó 2 bolsas llenas de botellas vacías; y 3) Por las noches podía dedicar bastante más tiempo a la lectura.

Pero sí tenía pánico a no ser capaz de resistir el impulso, como me pasó tantas veces en la última época, cuando me proponía no empezar a beber hasta determinada hora... y aun así me veía repentinamente abriendo una cerveza y calculando horarios y cantidades de bebida. Sobre todo porque, también el día D+2, comprobé que la batería del móvil no se recargaba y al día siguiente tendría que ir a una tienda, en plena invasión de las hordas de compradores/as navideñ@s, para comprar una nueva, haciendo un estresante hueco entre una cita médica y un almuerzo con dos de l@s amig@s a quienes había dejado plantad@s todos los viernes noche del último mes y pico (en ese momento todavía no me atrevía a hacer un plan nocturno). Por otra parte, el proyectado almuerzo constituiría una doble tentación: 1) La de la cervecita-relajadora-de-la-ansiedad después de las pesadas gestiones de la mañana; y 2) La del vino-en-grata-compañía-durante-una-grata-comida.

Y, sin embargo, pese a cierto temor al llegar al restaurante, no sentí ninguna tentación... Ni tampoco sentí, más tarde, la de las cervezas-(presuntamente)-celebratorias con que solía regalarme al volver a casa a media tarde después de una agradable actividad social.

Fue una semana de total extrañeza, que, ahora, a varias semanas vista, recuerdo sólo nebulosamente. Salvo el día D+3 ya reseñado, los demás transcurrieron encerrada en casa, en una nueva – y monótona – rutina (aunque en realidad menos monótona que la de los largos días del pasado dedicados cuasi-íntegramente a beber y ver la tele sin verla) que pretendía evitar todas las viejas rutinas asociadas con el alcohol: trabajo + serie de Internet + lectura en la cama. Nada de televisión, nada de Whatsapps, nada de conversaciones telefónicas, nada de limpiar ni plantearme hacerlo (salvo lavar la ropa el día que tocaba)... Y muchas dificultades para comer y mucha tónica, en parte para asentar el estómago y en parte para sustituir el alcohol con el que hasta entonces “mataba el tiempo” extralaboral (antes de televisión, ahora de series).

No pude asistir a ninguna reunión más de AA a causa del trabajo y ello me generó un enorme agobio, más que nada porque l@s dos compañer@s del primer día me contactaban todas las mañanas para interesarse por mi estado y preguntar por mi próxima asistencia a una reunión. Aunque imaginaba que lo hacían con la mejor intención, me sentí vigilada y "controlada"... y al tercer día tuve que explicarles, con toda la amabilidad de la que fui capaz, que prefería contactarles yo a ell@s en caso de necesidad, porque me estresaba tener que estarme “reportando” y “el estrés es uno de mis detonantes”.

Cada noche, al meterme en la cama, me congratulaba del nuevo día de abstinencia y, al cabo de 3-4 días, dejé a un lado el propósito de las 24 horas para volcarme en el de llegar al final del domingo 31, otro día que se anunciaba aterrador porque, además, sería mi primera Nochevieja sola en casa sin plan.

Y sin embargo, llegué al domingo por la noche sin haber bebido... Y con ello cumplí mi primera semana de abstinencia.

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