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Hacia el Día D

Tres días antes del Día D, el 22 de diciembre, confluyeron varios factores que por fin me hicieron adquirir plena conciencia de mi problema.

Ese día estaba profundamente deprimida ante la inminencia de las navidades (las cuales detesto porque, al no tener familia, paso todos los días señalados sola en mi casa) y la falta de trabajo con que llenar ese larguísimo fin de semana.

Por enésima vez, cancelé una salida con amig@s, asumiendo por primera vez lo que llevaba más de un mes intuyendo: que mi energía empezaba a desinflarse progresivamente en cuanto abría la primera cerveza del mediodía.

A media tarde, me puse en contacto con la persona de AA con la que había hablado en septiembre y, desesperada, le pedí “permiso” para acudir a AA, pero dejando el alcohol en dos fases, primero el “superfluo” y luego el de las comidas, puesto que había reconocido ya que debía dejarlo del todo: estableciendo una analogía con el tabaco, había llegado a la conclusión de que quien fuma cinco cigarros al día no tiene un problema “serio” (como pensaba que no lo tenía yo cuando bebía sólo “moderadamente”), aunque pueda tener una adicción (como empiezo a pensar que la tenía yo ya antes), pero, una vez que se pasa a treinta, es imposible volver a cinco. Me dio “permiso” (semanas más tarde me confesaría que en ningún momento le pareció “factible” mi plan) y decidí pues que el día 26 me pondría en contacto con un centro de AA de mi ciudad.

Esa noche, cuando ya había superado con creces mi consumo habitual, y por tanto ya excesivo, de la última época, me llamó casualmente (en realidad “providencialmente”) otro amigo de fuera a quien me había resistido a hablarle de mi patética situación anímica. Impelida quizás por la profunda desolación que sentía, le conté por fin, de golpe y todo seguido, mi problema con el alcohol, el hecho de que llevaba un mes justo sin salir por las tardes/noches y mi insuperable depresión por las “decisiones equivocadas” de los últimos años. Ese relato me hizo darme cuenta de que no sólo bebía por “aburrimiento”, como yo creía, sino también como “autocastigo”, tanto físico (por el malestar que me provocaba el alcohol) como psicológico (al impedirme disfrutar de actividades nocturnas), lo que a su vez me llevaba a más autorreproches y a adicionales autocastigos (el círculo vicioso que mencioné en otra entrada).

Tras reflexionar sobre todo esto al día siguiente, el subsiguiente, 24 de diciembre, decidí emprender la tarea de recortar al mínimo el alcohol “superfluo”, con vistas a prepararme para eliminar también el (que yo creía) “necesario”. Al mediodía conseguí la extraña hazaña de tomar una única cerveza antes de comer y una única copa de vino con el almuerzo. Sin embargo, tras el (que contaba con que fuese) el único chupito de después, y a raíz de una inoportuna felicitación navideña, me disparaté completamente: dos chupitos más y, sin solución de continuidad (hasta entonces dejaba pasar al menos dos horas entre los chupitos del mediodía y las cervezas de la tarde), dos cervezas que sabía, clarividentemente, que me iban a sentar mal al estómago. Para cuando abrí la botella de vino, decidida a bebérmela a palo seco, estaba ya enfermísima... Y aun así – masoquismo puro y duro – seguí bebiendo: casi toda la botella y varios chupitos después de la cena. 

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